Mario Saldaña

Tratando de ser objetivo y abstrayéndome de , es un hecho que los blindajes en la del Congreso aumentan progresivamente, de la mano con su nivel de fraccionamiento en los últimos períodos parlamentarios.

Hace total sentido. En primer lugar, porque aquí y en cualquier parte del mundo la política y la ética son, desde tiempos inmemoriales, elementos, si no contradictorios, al menos paralelos, aunque fue Nicolás Maquiavelo quien se atrevió a sentenciarlo directamente en el siglo XVI con “El príncipe”.

Pero en segundo lugar porque, siendo el Congreso “el” foro político por excelencia y siendo el pacto y la negociación las vías para lograr acuerdos y decisiones de todo tipo, existen muy pocos incentivos para que los criterios éticos, o incluso la intolerancia a la corrupción, tengan preponderancia.

Sumémosle la atomización de los grupos parlamentarios por la debilidad estructural de las organizaciones políticas. En el actual período no pasan de tres o cuatro agrupaciones las que mantienen cierta “institucionalidad”; el resto está compuesto por individuos librados a sus intereses personales y con los que hay que sentarse a construir mayorías tema por tema.

Bajo ese contexto y con el valor que supone cada voto en particular (o de pequeños grupos) que hacen la diferencia en las decisiones finales, la llamada Comisión de Ética termina siendo un monumento al chiste mejor contado, al saludo a la bandera más vistoso o al ‘otoronguismo’ en grado sumo.

En un arranque de honestidad (si esta existiera, claro está), el Congreso debería eliminar este grupo de trabajo y fijar algún otro mecanismo de procesamiento para los casos que allí terminan. Pero el punto de partida es que los parlamentarios no se pueden fiscalizar ni juzgar a sí mismos por las razones antes expuestas.

Opciones hay. Por ejemplo, que esta comisión o grupo evaluador esté integrado por expresidentes del Congreso de períodos anteriores, con la posibilidad de inhibirse en caso de que se trate de un parlamentario de su propio partido.

O uno integrado por los decanos de las facultades de Derecho de las universidades públicas y privadas. O una compuesta por juristas o académicos, con criterio de pluralidad, designada por la Junta Nacional de Justicia (JNJ) por invitación y de carácter rotativo cada cierto tiempo. O una combinación de todas las anteriores.

O sea, formas de tomarse la ética un poco más en serio por el Congreso existen. Lo que falta son las ganas.

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