Mi trabajo en general y, por supuesto, también mis columnas semanales en El Comercio me exigen estar atento a la evolución de la cosa pública en sus diversos ámbitos.
Aun así, en ocasiones, necesito alejarme lo más posible, emocionalmente hablando, de lo que pasa en el Congreso y en el Ejecutivo. Me refugio en la idea de que el Perú, pese a ellos, puede ser fuente de buenas noticias. Hace unos días, por ejemplo, leía que entre los diez países del mundo que toda persona debe conocer antes de morir está el nuestro, y que Lima es la quinta ciudad del planeta en la que mejor se come y se bebe, según “Food & Wine”. También nos podemos aferrar a que a finales de año se va a inaugurar un aeropuerto que promete ser espectacular y que, por las mismas semanas, lo será el puerto de Chancay, el más importante del Pacífico Sur.
Pero esta semana la indolencia del Estado una vez más nos dificulta la ilusión.
El apagón del domingo paralizó por casi 12 horas las operaciones en el aeropuerto y significó que más de 15.000 pasajeros no partieran o llegaran a su destino. La cifra de vuelos cancelados y redirigidos a otros aeropuertos asciende a 245. La explicación: las instalaciones eléctricas que alimentan las luces para el despegue y el aterrizaje de los aviones no habían recibido mantenimiento en 14 años.
Incluso más importante que el caos que se generó es el desprestigio para la ya muy mellada imagen del país.
Recojo lo declarado por Juan Stoessel, destacado promotor del turismo: las luces de balizaje no pueden fallar en el principal aeropuerto y con un tráfico aéreo gigantesco. No solo no se les ha hecho mantenimiento, sino que ya son una instalación obsoleta. Ahora la tecnología permite que, si hay un cortocircuito, este solo afecte a un número muy reducido de lámparas, pero el resto funcionaría. “Córpac es una bomba de tiempo y lo sucedido es una vergüenza nacional”, concluye.
Y no fue lo único que ocurrió por estos días.
Me pongo en el pellejo de un grupo de turistas que, habiendo perdido sus reservas para Machu Picchu, decidieron quedarse unos días en Lima.
En el camino a su hotel se impresionaron con microbuses completamente destartalados, mal llevando a pasajeros que arriesgaban su integridad. El guía, buscando mejorar la imagen del país, les dice que “pronto” una línea de metro pasará por esa zona. Omitió, por patriotismo, que ello debió suceder en el 2016 y que quizá se logre terminar en el 2026. De lo que estoy seguro es de que le dio vergüenza contarles que el Gobierno acaba de autorizar que esas chatarras con ruedas precarias puedan circular hasta tener 35 años de antigüedad.
Llegados a su hotel, pidieron: “Ya que estamos acá, queremos conocer el Centro Histórico”. Pero el atribulado guía sabía que por esos días el centro era un basural. ¿Qué había pasado? Pues que el alcalde que unos días antes había anunciado carruajes con caballos para que –según sus palabras– Lima se parezca a Sevilla decidió no renovar el contrato con la empresa que proveía la limpieza, lo que significó el despido de 800 mujeres dedicadas a esa labor. Puede haber sido una decisión necesaria, no me meto en lo que no sé, pero me parece inaudito que no se haya planificado un proceso de transición eficiente para no dejar al Cercado en ese estado.
“Vamos más bien a La Punta”, se le ocurrió al guía; después de todo, es uno de los lugares más encantadores que tiene la metrópoli. Los turistas estaban fascinados, hasta percatarse de que el mar era víctima de un derrame de petróleo. Según una de las vecinas ilustres del pequeño distrito, Carmen McEvoy, ninguna autoridad había asumido responsabilidad y, menos, pronta acción.
¡Que el feriado largo ayude a recuperar la ilusión!