Dentro de las muchas cosas esenciales que el nuevo Congreso parece ignorar –o estar dispuesto a ignorar– figura esta: que no es un dictador. Es decir, que no concentra todo el poder y que no toda su voluntad, una vez provistos los quorums y mayorías del caso, es ley.
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Casi todo lo que aprueba o pretende aprobar es inconstitucional: el no pago de los peajes, las “devoluciones” de la ONP y las AFP, los congelamientos de créditos, la ley de acaparamientos, los topes a las tasas, las intervenciones en los contratos de los centros educativos y clínicas y un largo, larguísimo etcétera. Todos suponen controles de precios, violar la intangiblidad de las pensiones, cambiar contratos privados o gasto nuevo (prerrogativa del Ejecutivo). Prácticas directamente prohibidas por la Constitución; proyectos igualmente ya aprobados sin excepción, por el pleno o comisiones (y normalmente con votos de todas las bancadas).
Tal vez es que el Congreso piense que “dictador” solo puede serlo un individuo. Es decir, que si uno está en grupo, mientras haya acuerdo interno, el cielo es el límite. Si es así, se equivoca: dictador es el que usa el poder público obviando los límites constitucionales y atropellando por tanto la jurisdicción de los otros poderes del Estado y las libertades individuales. Que sea una persona o un grupo grande quien lo haga es irrelevante.
Desde luego, lo más probable es que simplemente no le importe si es dictador o no, mientras lo aplaudan. Para ser justos, la Constitución no es, siquiera, la barrera más incruzable que cruza casi a diario. Tampoco le detienen nada las matemáticas. No siente solo que su poder es ilimitado frente a los otros poderes estatales, sino también frente a los números. Y así puede en un lapso de pocas semanas ordenar que, de un golpe, se gaste cada año el 6% del PBI en educación (cuando hasta el 2019 alcanzaba para que el presupuesto entero fuera únicamente del 31,4% del PBI); se “devuelvan” de la ONP S/13. 280 millones que nunca estuvieron ahí; y se den ascensos automáticos (contra toda reforma meritocrática) al personal de salud por el valor, solo a nivel de Essalud, de otros S/ 1.100 millones anuales.
Es verdad que nada de esto debería importar en tanto vivimos en un Estado constitucional de derecho y, por consiguiente, lo que está fuera de la Constitución no es ley: no existe jurídicamente. Para eso, se supone, está el Tribunal Constitucional (TC). Pero, ¿qué tan firme es nuestro susodicho Estado constitucional de derecho? La Constitución, se supone, es como un muro: marca un límite que no se puede traspasar. Pero sucede que ese muro está sostenido por contrafuertes y esos contrafuertes son lo que piensa la ciudadanía. Si los contrafuertes no quieren soportar la pared, la Constitución no aguanta mucho empujón: los poderes de turno acaban haciendo como que no está ahí, e igual con el TC (hay formas más o menos impúdicas de ignorarlo, cuando no de cambiarlo). Un TC, después de todo, no tiene fuerzas armadas, ni nada que se le parezca, a su disposición. Como famosamente dijo el presidente Andrew Jackson cuando la corte suprema norteamericana –que aún no había labrado su sólido prestigo– declaró inconstitucional una ley que él apoyaba: “La Corte ha dado su decisión, ahora que ella vaya a aplicarla”.
Pues bien, me temo que nuestra Constitución es un muro muy mal soportado. Aún en temas que uno creería tan indiscutibles como el de la democracia y la separación de poderes y, definitivamente, en el capítulo económico.
“Cuando bebas el agua, recuerda la fuente”, dice un proverbio chino. En la mente de muchos peruanos nunca llegó a estar clara la conexión de causalidad entre el agua de las mejores condiciones de vida que millones han ido bebiendo en las últimas décadas y su fuente; habiendo existido una despreocupación notable por hacer pedagogía y difusión al respecto en quienes más podrían haberlas hecho. Si una mínima fracción de lo que se gasta anualmente en promover productos comerciales se hubiera puesto en explicar la conexión entre agua y fuente, menos dura sería la historia hoy. Y menos dura sería también si hubiera habido desde los gobiernos una preocupación por reformar el Estado igual a la puesta –con razón– en mantener el crecimiento. Después de todo, es únicamente a través del Estado que el agua puede llegar a quienes aún no tienen cómo alcanzarla solos.
Por supuesto, todavía cabe que el derrotero que marca con velocidad vertiginosa este Congreso no sea el que asuma el Perú de forma más definitiva a partir del 2021. Pero si ese es el caso, y nos volvemos a salvar de la dirección que ya antes nos convirtió en un país con 60% de pobreza, sería bueno trabajar seriamente en los estructuras y llegar a saber, algún día, que, si vamos en el camino correcto, no es solo por accidente.