En ciertas ocasiones los historiadores analizamos eventos que sintetizan el horror que generamos los seres humanos para dañar o destruir al prójimo. Mi primer encuentro con la crueldad indiscriminada ocurrió hace más de tres décadas cuando estudié la rebelión de Huancané, liderada por Juan Bustamante. Un movimiento contra la explotación y la injusticia que culminó en la Ley del Terror (1867) dictaminada por el gobierno de turno para castigar, mediante torturas, deportaciones masivas e incluso ejecuciones sumarias, a las comunidades sur andinas. Otro episodio fue el ajusticiamiento público de los hermanos Gutiérrez, acorralados por una turba indignada ante el asesinato del presidente Balta en 1872. La incineración de sus restos mortales en la Plaza de Armas de Lima muestra los límites de una sociedad forjada en la violencia extrema.
En la Guerra del Pacífico cada batalla fue un acto de crueldad sin límites. Respecto a las trágicas jornadas vividas en San Juan y Miraflores vienen a mi memoria las decenas de mujeres buscando los cadáveres de hijos, hermanos o maridos para darles cristiana sepultura. Más recientemente la masacre en la hacienda de Lo Cañas (1891), donde decenas de jóvenes santiaguinos fueron “cazados”, torturados y luego ejecutados por los soldados de un batallón comandado por un veterano de la Guerra del Pacífico, confirman que esa violencia, que escarapela el cuerpo tan solo de leerla, es parte constitutiva de la naturaleza humana.
“El horror, el horror” frase pronunciada al final de “Apocalypsis Now” por Marlon Brando (interpretando al coronel Kurtz), refleja el colapso mental de un militar desquiciado por una guerra imperial absurda y sin sentido. El encuentro con su antes admirador y luego verdugo, Martin Sheen (capitán Benjamin L. Willard), quien llega en una lancha destartalada a cumplir su difícil misión, ilumina los límites del ser humano y el poder fascinante del mal, explorado por el genial Joseph Conrad. El horror, que el Perú experimentó en los años que Sendero Luminoso nos declaró su infame “guerra milenaria”, anida en las escuelas de adoctrinamiento, pero también se agazapa entre las cuatro paredes de hogares carentes de afecto. Para nadie es una novedad, y la historia de guerras civiles intermitentes lo corrobora, que somos una sociedad extremadamente violenta donde las víctimas son en su gran mayoría mujeres y niños. A propósito de ello, dos de los casos de crueldad extrema sobre los cuales también escribí fueron el de Eyvi Agreda cuya expareja la roció con gasolina antes de quemarla viva y el de la pequeña Pierina, una niña de 9 años cuya madre maltrató, abusó sexualmente y asfixió hasta quitarle la vida. Su cuerpecito desnudo, cubierto de heridas, moretones y huellas de golpes en la cabeza y en el rostro, fue hallado en el baño de su casa. Sus labios cosidos para silenciarla, su cabeza rapada y su rostro ensangrentado son la expresión más elaborada de un horror doméstico, al que es necesario dirigir nuestro análisis y esfuerzo para contenerlo.
El antónimo de horror es tranquilidad, una palabra estrechamente asociada al equilibrio y la paz mental que tanta falta nos hace, como sociedad. Con las memorias de la nefasta década de 1980, ahora más frescas que nunca, que tal si empezamos a deshacernos del culto a la muerte y la destrucción que “el pensamiento Gonzalo” expresó en toda su magnitud e imaginamos políticas públicas que coloquen a la vida y sus múltiples expresiones en el centro de nuestras discusiones. Junto con vivienda, salud y educación de calidad urge que nuestros niños descubran la belleza y el poder de la naturaleza que nos enseña siempre sus secretos. Uno es que la vida siempre se impone. Hace poco me sentí inspirada por una niña de la edad de mi recordada Pierina. Coincidimos en un parque y al observar las dos a unas tortugas retozando en la orilla de un lago le sugerí que tomara algunas fotos. “El flash puede hacerles daño a sus ojitos que son muy delicados”, me respondió. Me quedé pensando en mis limitaciones, en su sabiduría y en un extraordinario autor al que he vuelto en estos tiempos de peste. “La alternativa fundamental para el ser humano”, afirmó el gran Erich Fromm, “es la elección entre vida y muerte, entre creatividad y violencia destructiva, entre realidad e ilusiones, entre objetividad e intolerancia, entre hermandad e independencia y dominación y sumisión”. Es decir, entre “ser” y ese enfermizo instinto por “poseer” que impulsa a destruir todo lo que se cruce en el camino a un efímero poder