Que la gente está desilusionada con lo que llamamos democracia y sus instituciones porque en lo concreto no le resuelven los problemas del día a día es una realidad que se traduce en una palabra: confianza.
Esa falta de ilusión se expresa en un creciente atractivo por las soluciones efectistas, la ley de la selva y la anarquía, tal y como han sugerido muchos comentaristas.
Y también es cierto que esa pérdida de confianza es una realidad que la evidencia empírica recoge desde hace un buen tiempo. Hoy, más que nunca, aparte de la oportunidad de votar cada cierto tiempo, la gente quiere tener mayor peso en la formulación de las decisiones públicas que afectan su vida. Porque, como también se ha dicho antes en esta columna, el ‘ancho de banda’ de la democracia ya es insuficiente para los peruanos del siglo XXI.
Sobre la desilusión por la democracia, Paul Webb (2013) acuñó el concepto de “demócratas insatisfechos”; es decir, ciudadanos a los que no les satisface el estado actual de la democracia, pero a quienes sí entusiasma todas las formas de participación política de carácter más activo y deliberativo.
Entonces, hay esperanza. No todos los desilusionados tienen que terminar guiñándole el ojo a la anarquía tiránica.
¿Qué hacer entonces con todos los insatisfechos? ¿Qué hacer si nos sentimos insatisfechos? En base a situaciones similares, hay experiencias que muestran cómo la insatisfacción no solo se encauza en marchas, movilizaciones sociales o el activismo del clic (‘clictivismo’).
Y es aquí donde aparecen nuevos enfoques como el de los llamados hacker cívicos –como todos los que leen esta columna–, que son personas dispuestas a detonar el sistema, pero no con violencia en las calles, sino de una manera más innovadora, a través de una constante deliberación con sus pares conciudadanos y, también, con sus representantes en el Congreso. Claro, siempre que esa opción exista.
Esos demócratas insatisfechos –dentro de los que me ubico– podemos aspirar a otras maneras de influir en las decisiones públicas que nos afectan e incluso a cogobernar. Y el modo en que este reto se resuelve se encuentra en espacios de deliberación y participación constante que hoy la digitalización nos facilita. Hoy, ya no hay límites espaciales y temporales para cocrear juntos el tipo de democracia que nos merecemos.
Ello también implica reconocer que la incapacidad del actual modelo de democracia para abordar los retos más apremiantes de la gente de a pie se debe, en parte, a que las instituciones y los procesos democráticos no son del todo adecuados para el siglo XXI. No solo cuentan los resultados del juego, sino que las reglas del juego forjan los resultados. No en vano, muchas de las reglas del juego democrático se establecieron en los siglos XVII y XVIII.
Pero ¿hay algún lugar en donde la gente se sienta contenta con su democracia? Con cargo a considerar las evidentes diferencias con nuestra realidad, una encuesta de la OCDE del año 2018 –”Risks that Matter: Main Findings” (Riesgos que importan: Resultados principales)– definió que sí hay lugares en los que los ciudadanos se encuentran mayoritariamente muy contentos con su democracia: Canadá, Dinamarca, Noruega y los Países Bajos.
¿Qué es lo que estos ciudadanos valoran más de sus democracias? Que pueden influir de manera habitual y directa en las decisiones públicas, más allá de solo ser convocados para el sufragio electoral. Y ese proceso de deliberación es casi como el que hacemos todo el santo día cuando le damos un ‘me gusta’ (‘like’) a algún contenido en las redes sociales: es constante, permanente, amigable y se vincula con lo que de verdad nos interesa.
Sí, hay un espacio para capitalizar la insatisfacción democrática. Y aunque los expertos los suelen llamar “laboratorios de innovación ciudadana”, “parlamentos de la gente” o “asambleas ciudadanas digitales”, lo que todos ellos tienen en común es que son las nuevas ágoras de empoderamiento, satisfacción democrática y ‘hackerismo’ cívico.