Morir. Difícil imaginar qué pasará con nosotros cuando nuestros ojos dejen de ver, nuestras manos de palpar. No solemos ponernos en ese escenario, porque no es ahí a donde queremos llegar. Ni siquiera en sueños somos capaces de experimentar ese tránsito que enfrentaremos todos. Estar vivo es una garantía y una condición para morirse.
Pero si la muerte es universal, las formas cómo morimos no. El COVID-19 nos enrostró que el pobre se asfixia primero; el machismo, que las mujeres arden como antorchas. Hay muertes naturales y las hay injustas y violentas. Contra un accidente no hay nada que hacer, pero toda sociedad debería evitarles a sus ciudadanos muertes por culpa de la desidia, la indolencia o la violencia.
Leyendo “Cien cuyes”, esa gran novela que ha escrito Gustavo Rodríguez ganadora del premio Alfaguara, no puedo dejar de pensar qué lejos estamos de asegurarles a todos una muerte que preserve su dignidad. Los personajes son viejos que saben que están cerca de la muerte y la esperan con serenidad. Mientras se juegan los descuentos, sin embargo, llenan su presente de pasado, recurren una y mil veces a su memoria para acopiar fuerzas. “Cien cuyes” nos enfrenta a temas tan fundamentales como el paso del tiempo y la rotundidad de la muerte, pero también al papel que juegan lo vivido y lo sufrido en la construcción de nuestra intensidad. Por eso el viejo Jack, la Pollo, Carmencita y los demás personajes ancianos, a pesar de sus achaques físicos, conservan una lucidez que guía su comportamiento. Saben lo que tienen que hacer, aunque sus decisiones sean duras y cuestionables, porque conocen lo que han sido. De nada le hubieran servido a la historia unos viejitos dementes, sin memoria; porque los seres anodinos, los hijos de la amnesia, no dejan nada cuando mueren, porque ya no son dueños de nada.
Difícil leer “Cien cuyes” mientras asimilaba con espanto la noticia de cómo la intolerancia se imponía para clausurar el LUM. Doloroso ver con impotencia cómo nos estamos convirtiendo en un país que pretende seguir adelante negando su pasado; que ha elegido voluntariamente desdibujar su identidad; negar lo que fue para construir una nueva existencia sobre la base de la mentira y la evasión.
Como los viejos de Rodríguez las naciones también tienen una memoria que preservar. Nosotros tuvimos años de una guerra encarnizada contra el terrorismo que le costó la vida a miles de peruanos inocentes. Ciudadanos que tuvieron que soportar la violencia enloquecida de los terroristas y luego el desprecio de un Estado precario que, en aras de la pacificación, les arrebató la vida. Hay ancianos que vivieron para contarlo, huérfanos que vieron morir a sus padres, madres que siguen buscando a sus hijos. Ellos no olvidan.
Nuestro país está lleno de tumbas de hombres y mujeres para los que la muerte no fue un hecho natural ni inevitable, que los mataron mientras trataban de huir aterrados entre los cerros, que fueron a parar a fosas comunes donde después de muchos años se presentaron sus parientes para jalar de un hilo frágil, el recuerdo de la última vez que los vieron y hurgar en esa maraña de huesos y ropa una pista que les permitiera reconocerlos. A esos peruanos, la intolerancia y el fanatismo les acaban de decir que sus muertos y sus desaparecidos no solo se quedarán enterrados en fosas clandestinas, sino que sus historias serán ignoradas.
A diferencia de los ancianos de “Cien cuyes”, que saben lo que son, nuestro país es como ese abuelo que tira el álbum de fotos de la familia, porque todos los que están ahí le parecen gente extraña, y deambula con la mirada perdida, con un hilo de baba que le chorrea por la mejilla, tomando decisiones nefastas amparado en una memoria convertida en un terreno baldío.