El censor fue un magistrado romano que se encargaba de tres funciones: hacer el censo de la ciudad, velar por lo que en aquella época se entendía por ‘buenas costumbres’, y castigar y penar a los viciosos. Como se puede apreciar, ejercía diversos roles sociales, morales y jurídicos. El término tiene varios significados y está presente a lo largo de la historia. Uno de ellos refiere que la censura es un organismo con poder para emitir dictamen respecto de una obra.
Entonces, el censor o los censores deciden lo que se debe ver, escuchar o leer. Deciden sobre el arte, la lectura o, por ejemplo, qué teoría científica, filosófica y teológica debe de ser publicada. El censor es el inquisidor del pensamiento y del ser, porque impide que uno libremente decida. Dice el Real Diccionario de la Lengua Española (DRAE) que censurar es “formar juicio de una obra”, “corregir o reprobar algo o a alguien”, “murmurar de algo o de alguien, vituperarlos”, “ejercer su función, imponiendo supresiones o cambios de algo”.
También hay una palabra que cae como anillo al dedo para el presidente Castillo y su Gabinete: censurista, que es la “persona que tiene propensión a censurar o reprender a los demás”. Ello, por el proyecto de ley del Ejecutivo que establece hasta cuatro años de cárcel para quien publique informes provenientes de investigaciones penales en fase preliminar. Es lamentable que ningún ministro o funcionario público de importante rango haya levantado su voz de protesta contra este proyecto que tiene como objetivo amenazar al periodismo para que se calle y no informe ante la opinión pública sobre los múltiples ilícitos penales que están cometiendo diversos funcionarios de este gobierno, incluidos los del presidente de la República, que a la fecha suma cinco investigaciones. Una vergüenza mayúscula no solo por las connotaciones jurídicas de que un presidente sea reclamado por la justicia, sino por cuestiones morales ya que él guarda silencio cuando se le pide que aclare su situación ante el fiscal o la fiscal, según sea el caso, y ante “el tribunal de la opinión pública”. Su secretismo linda con lo patológico. Le huye a la verdad, porque la verdad, o nos hace felices o nos asusta, y en su caso, sin duda, asusta. Castillo parece no comprender que todo político, que toda autoridad elegida o no, está expuesta a la crítica de la opinión pública. Él no quiere que el pueblo, al que tanto apela, se entere de lo que hace. Ese pueblo que acaba de mandarle un portazo con un 74% de desaprobación; un portazo que también ha recibido el Congreso, cuya desaprobación es aún mayor.
Tanto el Gobierno como el Congreso están políticamente deslegitimados, como bien no los recuerda uno de los más valiosos militantes de Acción Popular, el connotado exministro de Salud de Fernando Belaunde Terry, el doctor Uriel García Cáceres, en una carta enviada a la presidenta del Congreso en la que se niega a aceptar una condecoración porque “las instituciones tutelares del Estado Peruano han perdido legitimidad y ya no representan la voluntad auténtica del pueblo peruano”.
Nadie se siente representado por este Congreso. En cuanto a Acción Popular, partido donde milito, solo puedo decir, como se decía en el castellano antiguo, ‘¿que se fizo, que se ficció?’. En este partido, los nietos están destruyendo la obra de los abuelos y los padres. Otro respetable militante como Edmundo del Águila ha calificado de “vergüenza partidaria” la intervención del congresista Elvis Vergara respecto de la reciente denuncia del exministro del Interior Mariano González, que ha corroborado lo que se sabe gracias a la prensa independiente; esto es, que hay un fétido olor a corrupción en este gobierno.
Por eso, quieren acallar a los fiscales, sobre todo a la fiscal de la Nación, Patricia Benavides. Por eso, desde el Gobierno se pretende acallar a la prensa con amenazas y secretismos. Recordemos estas palabras de Mario Vargas Llosa sobre la censura, para ver si el Gobierno recapacita sobre su proyecto de marras: “Saber que todo lo que se publica, revistas, periódicos, libros o filmes en cinemas y programas televisivos y radiales, está cuidadosamente censurado tiene, por efecto, desmoralizar a la gente, sabiendo que todo lo que lee ha sido antes revisado por funcionarios gubernamentales, y que lo impreso o filmado tiene la marca indeleble de la distorsión y la acomodación”.