"El único obstáculo que se interpone entre usted y la lectura de esta novela gótica de ambiente nacional y final imprevisible es el hecho de que resulta muy difícil encontrarla en librerías". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"El único obstáculo que se interpone entre usted y la lectura de esta novela gótica de ambiente nacional y final imprevisible es el hecho de que resulta muy difícil encontrarla en librerías". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Mario Ghibellini

Hablar de las como de una “fiesta democrática” es un lugar común. Lo repiten con alegría reporteros y , y si uno se descuida, la expresión, retórica como es, puede aparecer incluso en la conversación casual con los amigos. Sin dudar de la esencia democrática de los procesos electorales nacionales, sin embargo, en esta pequeña columna pensamos que si algún espíritu festivo se puede asociar a ellos es el de los carnavales. No solo porque durante la campaña los postulantes bailan disfrazados y se embarran unos a otros con detritus varios, sino también porque desde la orilla de los votantes existe una cierta vocación por coronar el día mismo del sufragio al Rey Momo.

La antigua creencia de que colocar por un breve momento al más alunado de la tribu en el poder sirve para renovar las fuerzas de la naturaleza y favorecer las cosechas parece subsistir, efectivamente, en algún rincón de la aturdida mente de buena parte de los peruanos que cada cinco años acuden a las urnas. Lo hemos visto suceder antes y es probable que lo veamos suceder de nuevo en el futuro inmediato.

—Gurú majareta—

El fenómeno es curioso, porque no es que esos ciudadanos ignoren que las propuestas programáticas del majareta de turno sean irrealizables o conduzcan al colapso económico, pero igual proceden a endosarle su apoyo y a convertirlo, por un tiempecito, en un gurú al que escuchan con la mandíbula descolgada.

¿Qué es lo que explica esa conducta? Pues nos parece que, en algunos casos, un ánimo de revancha contra los que ya tuvieron las riendas del gobierno en sus manos y las administraron vilmente. Y en otros, un puro afán de pegarla de revoltosos y contestatarios con los gastos pagados.

Después, cuando el ejercicio del poder de parte del aventurero que decidieron encumbrar exhibe las miserias que era posible anticipar o se revela tan penoso como el de cualquiera de los anteriores gobernantes, se fabrican una justificación a la medida y culpan a los “intereses económicos”, a algún fenómeno natural o a una infausta alineación planetaria del desaguisado… Cuando en realidad fueron ellos los que, con voluntaria ceguera, construyeron minuciosamente su desgracia. Los marchantes de noviembre contra el Congreso de pacotilla que irresponsablemente habían elegido solo unos meses antes son el perfecto ejemplo del síndrome que describimos.

¿Nos avecinamos a una jornada electoral así? ¿Existe en el proceso cuya primera etapa concluye mañana algún candidato o candidata que revista las características ya mencionadas y una cantidad significativa de votantes dispuestos a ponerlo a tontas y a locas en la segunda vuelta?

A decir verdad, ese es el asunto que nos gustaría abordar en esta columna, pero algunas disposiciones absurdas nos lo impiden. Como se sabe, no solo está prohibido por estos días hablar en los medios de encuestas y pronósticos con base estadística, sino también ensalzar o criticar con nombre propio a los postulantes presidenciales. Así que ni modo: tendremos que ocuparnos por esta vez de una materia distinta y alejada de la política. Y después de mucho cavilar, se nos ha ocurrido aprovechar la ocasión para ofrecer a nuestros lectores la reseña de una novela gótica peruana que hemos seguido con interés durante las últimas semanas.

Cabe anotar de antemano que, de un tiempo a esta parte, existe un denodado interés entre especialistas de la literatura y las ciencias sociales por establecer las señas de ese género, habitualmente asociado con lo macabro y lo fantástico, en nuestras letras y hasta en el cine, por lo que la novela en cuestión merecerá sin duda sesudo análisis.

El título de la obra es “Castillo del terror” y el estilo narrativo es, en homenaje a Walpole, Radcliffe y otros fundadores del gótico literario, farragoso y recargado. La trama, no obstante, presenta algunas peculiaridades en las que conviene detenerse.

Para poder seguir participando de una competencia sobre la que no se nos proporcionan detalles, cinco personajes (dos mujeres y tres hombres) deben enfrentar un reto inquietante: pasar una noche juntos en un viejo caserón que tiene fama de embrujado. El lugar presenta todo el aspecto de un castillo europeo, salvo por el hecho de que una de sus torres ostenta en la parte superior un sombrero chotano: un toque de insondables dimensiones simbólicas que hace falta descifrar.

—Cinco insomnes—

Los protagonistas, por otra parte, tienen todos rasgos caricaturescos: la enigmática dama oriental sobre la que pesa una maldición familiar, el octogenario olvidadizo que cree haber redactado el acta de la independencia e inventado el cebiche, el católico ultramontano que se flagela para bajar el trago, la severa materialista histórica que sin embargo le teme al espíritu de Hegel y sobre todo a la leyenda de la mano invisible, y el gesticulante acosador que es capaz de importunar hasta a los ‘poltergeist’ con sus promesas populistas.

Sobre lo que ocurre con ellos una vez que pisan el umbral de la casona y la puerta se cierra sola a sus espaldas, no brindaremos aquí mayores datos para no arruinar la intriga. Solamente diremos que pasan la noche en vela y que la historia está llena de visiones espectrales, tránsitos por pasajes secretos y puñaladas por la espalda. Así las cosas, el único obstáculo que se interpone entre usted y la lectura de esta novela gótica de ambiente nacional y final imprevisible es el hecho de que resulta muy difícil encontrarla en librerías. Aunque, pensándolo bien, quizás ya la haya leído.

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