Para mí al menos, el mejor compañero de un escritor es su mochila interior. Sus herramientas: sus sentidos. La palabra, un amasijo al que dará forma para luego dotar de alma. Usará sus ojos para caminar, olfato alerta, oído presto, la lengua en ristre y las yemas afiladas; atrapará del aire enrarecido, debajo de un terco smog que enardece las retinas y entre el bullicio espeluznante, el prisma que está descomponiendo la luz en mariposas, la musa que seduce al oído frases de aromas inquietantes, una libélula rota que pide ser rescatada para narrar su historia. Para eso está quien escribe: será llamado, desde la vereda triste, por lo que brilla. Una piedrita que cuenta su pasado en una veta. Solo la verá quien tiene el ojo terco de ver.
Una sombra. Un escritor flaco detrás de su sombra. Ribeyro se apellida y tiene por nombre dos: Julio Ramón. Delante de él un cigarro se deja encender. Se encienden las luces de París, pero no es más la Ciudad Luz. Es el rostro de lo cotidiano esparciéndose sobre todo lo que toca el dedo del escritor, dedo también flaco, largo y afilado, como su quijada, su nariz, su semblante y pensamiento.
Observa. Se queja del diminuto lugar de paso que es su recinto desde donde será el rey de sí mismo para luego escribirlo y escribirse. Eso es lo suyo, ¿no? Se pregunta por qué existen habitaciones que estrangulan en quien las habita toda tentativa de creación. Describe la suya en la Avenue des Gobelins como una mezquina, donde no hay espacio para sepultar la maleta y evitar la impresión de ser el eterno viajero que debe irse lo más pronto posible y no dejar el menor recuerdo de su persona. Pero igualmente brotan mariposas en el gris, aparece esa piedrita para abrirse, y su sombra le sopla al oído cosas, cosas.
No hay tiempo. Hay que escribir. En servilletas, en papel del periódico al lado del café de la mañana, donde sea. París es una fiesta, y el hombre flaco la celebra con otro pucho: “La locura en muchos casos no consiste en carecer de razón sino en querer llevar la razón que uno tiene hasta sus últimas consecuencias”, escribe. Y me pregunto, ¿qué habrá querido llevar Julio Ramón hasta sus últimas consecuencias? O en todo caso, ¿víctima de qué testaruda razón habrán sido arrastrados el hombre flaco y su flaca sombra?
Son algo más de cien breves e intensos párrafos en los que Ribeyro reflexiona sobre aquello que conforma la vida; aforismos, anotaciones que reunió bajo el título de “Prosas apátridas” porque, según él, no encontraron cómo albergarse bajo patria literaria alguna. Así escribió: “Cada vez más tengo la impresión de que el mundo se va progresivamente despoblando, a pesar del bullicio de los carros y del ajetreo de la muchedumbre. ¡Es tan difícil ahora encontrar una persona! […] Es penoso que tengamos que vivir entre fantasmas, buscar inútilmente una sonrisa, un convite, una apertura, un gesto de generosidad o de desinterés y que nos veamos forzados, en definitiva, a caminar, cercados por la multitud, en el desierto”.