La mañana del domingo 7 de diciembre de 1941, aparecieron reflejadas en uno de los espejos de agua de la isla de Oahu una bandada de aves mortecinas. Cazas de combate, torpederos, bombarderos, armas voladoras, cientos de ellas rugiendo al unísono mientras se acercaban y ensombrecían la geografía entre espesas nubes y dagas de luz, anunciando el final de un tiempo. Y el principio de otro. Eran aves de mal agüero.
El sol fue parte del fuego. El fuego, un largo grito que cayó del cielo, sacudió la tierra, se hundió en el mar. Muchos militares norteamericanos murieron esa mañana. Otros tantos quedaron lisiados. Hubo los que sobrevivieron pero nunca más pudieron ni quisieron olvidar. Algunos veteranos dedicaron sus vidas a recordar a sus hermanos caídos en el USS Arizona, donde se ha construido un monumento y memorial. Estuve allí, sobre el acorazado que descansa en las profundidades marinas, y pude sentir la agonía y muerte de esos muchachos debajo de mis pies. Casi mil doscientos de ellos, solo en uno de los buques que fue derribado desde el aire. Quizás me dolió aun más porque tengo un hijo que tiene la edad que debieron tener ellos cuando fueron enviados lejos de casa, a un escenario hostil y lejano a sus realidades. También es duro imaginar a los pilotos japoneses, jóvenes aún, en pequeñas naves, es probable que atemorizados y recordando a sus familias, a sus novias, porque nadie quiere morir y en el fondo de sus corazones, en el último de los instantes, seguramente pocos de ellos querrían realmente matar, pocos de ellos sabrían quién era ese enemigo o por qué debían dispararle.
Fue un ataque sorpresa, cobarde, concebido con mucha anticipación. Cuenta la historia que el peruano Ricardo Rivera Schreiber, embajador del Perú en Tokio en esos años, había escuchado que Japón estaba preparando una flota aeronaval para atacar a Estados Unidos, y advirtió meses atrás al gobierno norteamericano. Pero menospreciaron su información. Fue obviamente el ataque a Pearl Harbor lo que motivó a Estados Unidos a declarar la guerra al Japón.
Como siempre pasa, la Segunda Guerra Mundial propulsó la industria norteamericana, anteriormente deprimida. Pero, a la par, se buscó el conocimiento en armas; se hicieron nuevos descubrimientos acerca de cómo matar a más personas en menos tiempo. Esta vez sin tener que mirarle el rostro al enemigo, sin verlo sangrar, sin derrapar, sin ensuciar manos y botas. El uranio y el plutonio fueron protagonistas. Las personas se desintegraron. Solo quedaron sombras, huesos, ropas, ruinas de dos ciudades japonesas: Hiroshima y Nagasaki. Esas dos bombas dieron un giro a la historia. De la muerte nacía una superpotencia. De la búsqueda de paz en la venganza. Nunca más fuimos los mismos. Había comenzado la era nuclear. Quien portara la bomba atómica más destructiva dominaría el mundo. Esa sería la secuela del 7 de diciembre de 1941 en Pearl Harbor. Una cadena de acontecimientos que aún no se rompe. Una cadena de la que somos eslabones, acaso esclavos.