El Perú arde y entre las balas, las bombas molotov y la perplejidad de un país que se levanta cada día más confundido se van drenando las mezquindades de una clase política que abandonó su mandato de representación para hacer de la ruindad su verdadero estandarte.
No se ha caído ninguna careta en estos días. Los buenos no han devenido en malos, ni los justos en abusivos. Ya lo eran. Solo que ahora se les nota más. El Congreso ya no tiene que fingir que se quiere quedar y, desde el almirante Montoya y Maricarmen Alva hasta Waldemar Cerrón y Guido Bellido, han votado para mantener sus curules mientras el país se desbarranca.
Por meses, los congresistas de la oposición se la pasaron indignados porque convocaban a marchas vacadoras a las que nadie respondía. El señor Wong con toda su plata y su patineta no conseguía calentar la plaza. Bastó que el presidente más vacable de todos los que hemos tenido se disparara al pie y saliera de Palacio de Gobierno por su propia mano para que se armara la pampa. ¿Por qué? Esa es una pregunta que nadie se ha querido hacer, o lo que es peor los que se la han hecho se han contestado con simplificaciones inaceptables.
El mensaje de los que marchan es de una contundencia avasalladora y hay que ser necio para no escucharlo: no quieren este Congreso ni un día más. Quieren que se largue ya, con la misma rapidez con la que se ha esfumado un presidente, que a pesar de sus múltiples acusaciones de corrupción y evidente incapacidad para gobernar, les resultaba más tolerable que esta comparsa de insensibles.
Y hay que decirlo, aunque cueste aceptarlo, Pedro Castillo, con su escaso 30% de aceptación, ha conseguido, según la última encuesta del IEP, que el 44% de los peruanos (cifra nada despreciable) apoye su aventura golpista. Según los datos desagregados, en el sur esta cifra alcanza el 58%, en el centro el 54%, y en el norte y el oriente logra el 42% y el 45%, respectivamente. Por supuesto, su enloquecida medida que con justicia lo mantiene en la cárcel no alcanzó estratosféricos niveles de aprobación, pero qué tan malo tiene que ser este Congreso para que un presidente abiertamente corrupto haya sido aplaudido por haber querido desaparecerlos.
Por eso es que, desde el golpe de Castillo hasta hoy, hemos asistido a una escalada de violencia insoportable. Cada día que se ha quedado este Congreso ha sido como subirle la temperatura a un horno siempre listo para explotar. Los primeros conatos de disturbios claramente tenían un tinte ideológico que buscaba desconocer el golpe de Castillo y reponerlo. Eran violentos, pero no eran tantos. Debieron ser reprimidos, pero se les ignoró. Después se fue sumando una indignación generalizada, azuzada por las mentiras de los castillistas que querían hacer pasar por víctima al delincuente y por la indiferencia de todo un Congreso que se la pasó debatiendo idioteces en lugar de votar iniciativas para irse de una vez.
Como ocurre en situaciones de desgobierno, a la indignación legítima se le treparon violentistas y delincuentes que, de manera inaceptable, han saqueado, destruido y quemado. Sin embargo, una vez más, en lugar de entender el origen de la furia y buscar una estrategia de diálogo con quienes sí tienen demandas justas, el plan fue balearlos a todos sin preguntar, y tildarlos indiscriminadamente de terrucos.
Han pasado 11 días desde que se intentó quebrar el régimen democrático en el Perú y en lugar de haberlo salvado hemos terminado de destruirlo. En Palacio gobierna una mujer rodeada de militares que ha asumido el “reto” de poner orden a cualquier precio. En el Congreso permanecen atrincherados parlamentarios dispuestos a quedarse a cualquier precio. Al medio estamos los ciudadanos, esa moneda de cambio, con la que se pagan todos los precios.