De un edificio que solía ser una iglesia en San Francisco escapa un zumbido constante. Es el sonido –procedente de cientos de ventiladores que enfrían cientos de servidores informáticos– del pasado digital que se mantiene vivo. Es el Archivo de Internet, la mayor colección de páginas web archivadas del mundo y el recordatorio de la fragilidad de nuestro pasado digital.
Gracias a una sentencia dictada en marzo por un tribunal federal, que dictaminó que las prácticas de préstamo del archivo violan los derechos de los editores, es también un campo de batalla más en una lucha cada vez más intensa que definirá la forma en que la memoria digital colectiva de la humanidad se posee, se comparte y se conserva, o se pierde para siempre.
Como estudiosa de los datos digitales, sé que no todas las pérdidas de datos son trágicas. Pero muchas de las pérdidas de datos que se producen hoy en día son profundamente injustas y tienen implicancias monumentales tanto para la cultura como para la política. Pocas organizaciones sin ánimo de lucro o bibliotecas digitales con respaldo público son capaces de operar a la escala necesaria para democratizar verdaderamente el control del conocimiento digital. Lo que significa que las decisiones importantes sobre cómo se desarrollan estas cuestiones se dejan en manos de poderosas corporaciones con ánimo de lucro o de líderes políticos con agendas. Comprender estas fuerzas es un paso fundamental para gestionar, mitigar y, en última instancia, controlar la pérdida de datos y las condiciones en las que nuestras sociedades recuerdan y olvidan.
Desde las plataformas de ‘streaming’ que retiran de sus bibliotecas programas exclusivamente digitales hasta los gobiernos que desfinancian sus sistemas nacionales de bibliotecas, pasando por los efectos de la centralización tecnológica, los datos están desapareciendo a un ritmo alarmante. Brewster Kahle, fundador del Archivo de Internet, me contaba que, debido a la presión de los gobiernos o simplemente por error, los datos suelen eliminarse a gran escala. Para las páginas web que han sido borradas, el Archivo de Internet es a menudo el único lugar donde buscar.
Muchos casos de pérdida de datos tienen ramificaciones para la producción cultural, la escritura de la historia y, en última instancia, la práctica de la democracia. Algunos políticos –incluidos los que supervisan la financiación de los archivos digitales– tienen relaciones dudosas con las mejores prácticas de mantenimiento de registros. Funcionarios británicos han sido acusados ante los tribunales de gobernar por WhatsApp, confiando en aplicaciones de mensajería cuyos mensajes pueden luego eliminar para evitar la supervisión y la rendición de cuentas. Un escándalo similar salpicó al primer ministro de Dinamarca en el 2021.
Las empresas tecnológicas también tienen un historial de políticas cuestionables en torno a los datos, la moderación de contenidos y la censura. Las comunidades marginadas pueden ser especialmente vulnerables. Durante las protestas de ‘Black Lives Matter’ en el 2020, algunos activistas acusaron a redes sociales como Facebook de censurar sus publicaciones. La eliminación de contenidos para adultos en las plataformas afecta de manera desproporcionada a las comunidades ‘queer’. Y en las zonas de conflicto, los regímenes y los sistemas de moderación de contenidos eliminan con frecuencia material que podría ser una prueba crucial en las investigaciones de crímenes de guerra.
En aras de la responsabilidad democrática, los gobiernos deberían dejar de depender de plataformas de comunicación de propiedad privada para las operaciones cotidianas de la administración pública y dar mayor prioridad al archivo público.
Junto a la necesidad de mantener la confianza pública en las instituciones democráticas, debemos considerar cómo debemos preservar nuestra memoria cultural colectiva. Instituciones como museos, bibliotecas y archivos deben desempeñar un papel más proactivo y, al mismo tiempo, crear salvaguardias institucionales más sólidas sobre su propia conducta. Estas organizaciones, ya se trate de iniciativas archivísticas incipientes o de instituciones públicas consolidadas, necesitan un apoyo financiero e institucional estable para prosperar.
Más allá de las funciones cotidianas del gobierno y de la preservación de la memoria cultural, las sociedades digitales también deben garantizar que los datos críticos sobre abusos de los derechos humanos estén protegidos contra el borrado, tanto intencionado como accidental. Pero mientras nos planteamos cambios normativos fundamentales, también debemos reconocer que dejar que algunos datos desaparezcan puede ser tan ético como preservarlos.
La historia del conocimiento no es una historia de simple progreso o acumulación. La producción de conocimiento en la era digital, al igual que la creación y el almacenamiento de conocimiento a lo largo de los siglos, se desarrolla como una oscilación continua entre ganancias y pérdidas.
Pero el borrado de datos a gran escala es siempre político. Las respuestas al borrado y la pérdida deben ir más allá de las soluciones técnicas y las reacciones instintivas; en su lugar, los gobiernos y las organizaciones deben reevaluar constantemente los marcos éticos y normativos que rigen nuestra relación con los datos. La idea dominante de que vivimos una era de acumulación exponencial y casi infinita de conocimientos ya no se ajusta a una sociedad en la que perdemos nuestro registro colectivo de nosotros mismos día tras día.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times