"Cuando me preguntan cuál es el primer requisito para ejercer como comunicador, mi respuesta es tajante: la capacidad de imaginarse en los zapatos del otro. Hoy me atrevería a decir que, en realidad, es el primer requisito para ejercer como ser humano".
"Cuando me preguntan cuál es el primer requisito para ejercer como comunicador, mi respuesta es tajante: la capacidad de imaginarse en los zapatos del otro. Hoy me atrevería a decir que, en realidad, es el primer requisito para ejercer como ser humano".
Gustavo Rodríguez

Mi hija me envía un enlace a Instagram y, sorprendido, me encuentro con que miles de veinteañeros celebran un anuncio publicitario que escribí cuando muchos de ellos usaban pañales. En el anuncio, una turista angloparlante se acerca a un vigilante peruano para confesarle su pasión por él y su intención de llevárselo a su país “para ser su esclava” (hoy me lincharían, creo). El vigilante malinterpreta a la gringa y, creyendo que le ha preguntado dónde queda el jirón , hacia allá la envía: una fábula sobre lo que uno puede perderse por no saber inglés para promover, al final, un diccionario bilingüe en fascículos que por entonces ofrecía un diario popular. En su momento el anuncio tuvo una repercusión impensada e incluso, con el tiempo, la palabra ‘Yungay’ se convirtió en un vocablo para referirse a los vigilantes privados. Pero por esa época también empecé a oír críticas de quienes decían que se trataba de un trabajo poco profesional porque “nadie” recordaba el producto que se promovía (a nunca le habrían acusado de eso cuando escribía anuncios, pues sus lemas siempre nombraban a la marca: “Sin un Kleenex no puedo vivir” o “Para pan pan pan Bimbo”).

Todos libramos estúpidas batallas personales y yo, en esa, quedé herido en mi amor propio: si el anuncio logró casi triplicar el tiraje del diario anunciante, ¿como podían, infames, acusarme de hacer mal mi trabajo? Hoy me he dado cuenta de que esas críticas tenían su raíz en la autorreferencia que ahora, tantos años después, seguimos reflejando en nuestras opiniones. Aquel anuncio iba dirigido a personas desfavorecidas que no sabían inglés ni podían pagarse un curso. Los críticos, por el contrario, pertenecían a sectores más acomodados que ya sabían inglés o que podían pagarse clases: ¿por qué iban a ocupar espacio neuronal para memorizar que los fascículos de un diario barato les podían ser útiles? Varios de esos críticos trabajaban en e incluso eran docentes: si ellos pontificaban sin analizar al verdadero receptor del mensaje y sin ponerse un segundo en su lugar, ¿qué podía esperarse de su entorno? Pues lo mismo que vemos en cualquier debate de hoy: gente que opina sobre el sueldo mínimo sin haber tenido nunca que alimentar a una familia con tres trabajos a la vez, analistas que explican fenómenos políticos nacionales sin haberse movido de sus oficinas céntricas, hombres que dictan lo que más le conviene a las mujeres sin haber menstruado ni haber sido acosados en su masculina vida, citadinos que nunca han entendido el ecosistema de la selva y que por ello consideran salvajes a las comunidades nativas, o yo mismo, cuando a veces observo con soberbia a quienes son creyentes y no agnósticos como yo.

Todos tenemos una mente y una memoria selectiva que nos coloca en el centro del universo: lo complejo está en que habitamos un planeta con 7 mil millones de esos centros. Cuando me preguntan cuál es el primer requisito para ejercer como comunicador, mi respuesta es tajante: la capacidad de imaginarse en los zapatos del otro. Hoy me atrevería a decir que, en realidad, es el primer requisito para ejercer como ser humano.

Si queremos vivir en armonía, por supuesto.

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