Hay en nuestra relación con la política una curiosa coexistencia entre un generalizado sentimiento de insatisfacción permanente y un estado no menos crónico de resignación colectiva.
Como esas parejas que llevan años descontentas pero que ahí siguen, ahí también seguimos, llegando a cada proceso electoral mal que bien con los mismos candidatos, tal como aquellas llegan juntas, a pesar de no cruzar palabra, a todo almuerzo familiar, matrimonio y bautizo.
En relaciones así, suele alcanzarse un punto, entre cínico y triste, en el que nada parece ser capaz de ocasionar siquiera una encogida de hombros. Quizá estemos ahí. Tal vez, quién sabe, incluso un poco más allá.
Porque unos maleantes lanzan balas —¡y granadas!— contra el costosísimo carro de otro que resulta tener descarados vínculos simultáneos con bandas de narcotraficantes y con un partido político —y más de un gobierno—, y el escándalo parece generar más ventas de periódicos que verdadera alarma.
Y el partido en cuestión se limita a exigir la expulsión del prófugo y la depuración de su padrón de militantes, como si tales medidas alcanzaran para devolvernos una tranquilidad que tampoco parecemos haber perdido del todo.
Porque parlamentarios de otra agrupación política usan dinero público para viajar a un evento partidario y suponen que, al devolver ellos la plata, tendríamos que estar todos agradecidos y de acuerdo con la Comisión de Ética del Congreso en que no es para tanto.
Y la solución que propone un representante oficialista, y el propio partido de los viajeros, es suspender la entrega de pasajes y no a los congresistas, como si el problema fuera la disponibilidad de boletos y no la disposición de tantos legisladores a buscar el beneficio propio.
En un contexto así, en el que además dos ex presidentes y potenciales candidatos tienen investigaciones pendientes o truncas, vale preguntarse si quedará todavía algo —más allá de asuntos puntuales como el Régimen Laboral Juvenil o el debate sobre la Unión Civil— que pueda movernos de la resignación al hartazgo o de la indiferencia a la indignación.
O si de verdad cabe esperar que alguna reforma a las normas electorales, como la eliminación del voto preferencial, pueda contribuir a una efectiva mejora en la actividad política o en la calidad de sus participantes, lo que considero tan probable como la tantas veces anunciada mejora de nuestro torneo local de fútbol con cada nuevo cambio de las reglas del campeonato.
Propongo, en cualquier caso, si alguna fe nos queda en el impacto que pueda tener un cambio normativo, que se elimine el voto obligatorio. Que enfrenten los partidos el desafío de movernos a votar; y que asumamos nosotros el costo de nuestro inmovilismo o la responsabilidad de nuestras decisiones.