En el contexto del Día de la Mujer, he recordado un artículo publicado el año pasado por Dora Silva Santana en “Transgender Studies Quarterly” (Duke University Press). En “Mais Viva!”, la académica brasileña explora las estrategias de resistencia y supervivencia de travestis, mujeres trans y transexuales afrobrasileñas. ¿Qué pasaría, se pregunta al final del texto, si pensásemos en ellas como el signo de ‘las mujeres’? Es decir, ¿que pasaría si cada vez que pensásemos en ‘las mujeres’, reemplazáramos las imágenes que se nos vienen a la cabeza automáticamente por las de mujeres trans? La pregunta es más que un juego retórico. A lo que nos llama es a reflexionar acerca de cómo cambiaría nuestro imaginario como país –y nuestras conversaciones diarias y discusiones mediáticas– si cuando hablásemos de ‘las mujeres’ pusiéramos en el centro a grupos que tradicionalmente son excluidos de los reflectores.
Decía que pensaba todo esto en el contexto del Día de la Mujer porque en estas fechas hemos visto en medios y en redes sociales el trabajo de grupos de mujeres que normalmente no ocupan el lugar principal del debate. En la marcha del sábado en Lima, por dar solo tres ejemplos, participaron grupos de mujeres afroperuanas, de trabajadoras del hogar y de mujeres trans. ¿Qué sucedería si cada vez que hablamos de las mujeres peruanas, comenzamos a hacerlo con uno de estos grupos como signo? ¿Si tomásemos como signo a alguna de las mujeres que ha aparecido estos días en los diarios? ¿Y si nos quedásemos con las protagonistas de alguno de los (buenos) spots publicitarios?
Decía también que estas preguntas son más que un juego retórico. Así, la próxima vez que estemos discutiendo sobre qué medidas se necesitan para reducir la violencia, podríamos comenzar hablando sobre cómo disminuirla en las zonas rurales. Al pensar en las barreras laborales, podríamos empezar teniendo en mente qué formas particulares adoptan estas para las mujeres trans o con discapacidad. Cuando conversemos sobre la representación política, pongamos en el centro a las mujeres afroperuanas. Al hablar de acceso a la salud, a las trabajadoras del hogar o a las trabajadoras sexuales.
El Observatorio Nacional de la Violencia tiene una sección que (aunque no diferencia claramente entre víctimas hombres y mujeres y es, sin duda, perfectible) nos puede ayudar a entender la importancia práctica de este ejercicio. Me refiero a aquella que desagrega diferentes grupos vulnerables y discute algunas de las formas en las que la violencia se manifiesta en distintos supuestos. En el caso de las niñas, hay que pensar, por ejemplo, en cómo el maltrato toma la forma de “golpes con objetos (correa, soga, palo), jalones de cabello u orejas, cachetadas o nalgadas, patadas, mordidas o puñetazos”. En el caso de la comunidad LGBTQI, es necesario discutir las maneras particulares en las que discriminación y violencia interactúan. Las mujeres mayores, por su parte, están particularmente expuestas a encontrarse con la responsabilidad del cuidado de sus nietos, muchas veces sin descanso y sin apoyo económico. De acuerdo al observatorio, esto puede llevarlas a “mermar su salud física, tranquilidad emocional y también su economía”.
Estoy segura de que, si cerramos los ojos, todos tenemos una imagen de la mujer peruana. Pero esa mujer, inevitablemente, excluye a otras. ¿Estaban pensando en una niña menor de 10 años, como casi el 17% de las peruanas? ¿O en una de más de 70, como casi el 6% de las peruanas? ¿Estaban imaginando una mujer analfabeta (8,5%)? ¿Una mujer quechua (22,5%) o nativa o indígena de la Amazonía (0,9%)? ¿Una mujer con discapacidad (11.6%)?
La próxima vez que hablemos de ‘las mujeres peruanas’, pensemos entonces a quién estamos haciendo ocupar ese signo, y a quién estamos excluyendo en el proceso.