Las elecciones municipales y regionales nunca han sido muy sexis. No despiertan mayor interés entre los ciudadanos, hay demasiados candidatos con agendas diferentes. Así ha sido siempre y cada vez se pone peor, porque a la ya conocida dispersión política y el promiscuo cambio de candidatos de marca partidaria hoy se le suma un caradurismo inédito, violento y francamente preocupante.
Seamos sinceros, candidatos con denuncias ha habido siempre. Hoy, sin embargo, hay muchas más posibilidades de rastrearlas. Donde no salta un expediente, aparece un audio; si falta un atestado policial, ahí están las redes sociales, nuevas depositarias de escándalos y acusaciones.
Nunca ha sido más fácil desenmascarar una mentira y nunca hemos asistido a intentos tan burdos por negarlas. El caso del candidato a la alcaldía de Lima Gonzalo Alegría es el más emblemático. Ante la investigación seria de la periodista Laura Grados de Nativa sobre la acusación de su hijo por haberlo maltratado psicológica y sexualmente, el candidato entró en un trompo de violencia y, en lugar de dar sus descargos, buscó acusar a la prensa de querer hundirlo. ¿Dio alguna explicación que desestimara la denuncia? No. ¿Estuvo dispuesto a responder preguntas? Tampoco. ¿Fue capaz de esclarecer los hechos? Menos. Mintió, falsificó pruebas y reveló la identidad del denunciante, que está prohibido cuando se trata de delitos de agresión sexual. Su táctica fue insultar y amenazar a cualquiera que se atreviera a hacerle preguntas. Y todo lo hizo a gritos.
Más allá de las formas, que dan cuenta de una absoluta incapacidad de control emocional, lo que encontramos es un tipo de político que se ha puesto de moda: el matón que ataca al mensajero para evadir sus responsabilidades. ¿En qué momento alguien que quiere acceder a un cargo público decide que puede hacerlo sin rendir cuentas? ¿Qué ha pasado en la calidad de nuestra democracia para que los aspirantes a funcionarios y las autoridades elegidas se crean que se pueden dar el lujo de negar explicaciones sobre hechos de su vida o de su gestión que los ciudadanos tienen derecho a saber?
El presidente Pedro Castillo no da la cara sobre ninguna de las serísimas denuncias que lo involucran en casos de corrupción, el candidato López Aliaga amenaza al periodista Christopher Acosta y desata su aplanadora en redes en lugar de contestar con tranquilidad sobre el uso de los fondos públicos otorgados a su partido; a Martín Hidalgo los congresistas lo hostigan desde sus cuentas de Twitter cuando revela algo que les resulta incómodo… No importa de qué color tengan el polo, si sean de derecha, izquierda, ningún partido se salva hoy de ejercer una política chavetera donde los aspirantes a cargos públicos nos están avisando por adelantado de que si salen elegidos, al menor cuestionamiento, se quedarán callados, o al estilo Castillo usarán su poder y los recursos públicos para tapar sus cuchipandas, entorpecer la justicia y mantener su prensa alternativa.
Hace aproximadamente un mes, en Finlandia se filtraron unos videos de la primera ministra, Sanna Marin, divirtiéndose en una fiesta. La ministra tiene 36 años, es avispada y guapa; el combo perfecto para ser escudriñada hasta el cansancio. En un tono bastante machista la acusaron de juerguera y sugirieron que no estaba apta para el puesto. Claramente las acusaciones eran exageradas, pero Sanna Marin, entendiendo que es una servidora pública, dio todas las explicaciones que le pidieron, sin despeinarse. Ofreció conferencias de prensa, respondió preguntas e incluso se sometió voluntariamente a una prueba antidopaje para demostrar que no consumía drogas.
¿Exagerado? Sí, en ninguna parte está escrito que una autoridad no puede bailar; pero vale la pena resaltar el gesto de una autoridad que sabe que rendir cuentas es parte de su trabajo. Que sabe que se debe a los ciudadanos que tienen todo el derecho de asegurarse de que están en buenas manos.