A postrero de 1492, año del arribo castellano a tierras del que se llamaría Nuevo Mundo, Cristóbal Colón y sus hombres continuaban su asombrada exploración en busca del fabuloso Cipango (Japón) y de las tierras del Gran Khan. El 23 de diciembre alguien informó que el interior de la isla que los cristianos habían bautizado como Española (Haití) era llamada Cibao en lengua taína. La desatada imaginación del navegante genovés sacó conclusiones al instante: no podía dudar que ese era el Cipango descrito por Marco Polo. Así, pues, Colón, lleno de optimismo, ordenó zarpar el día 24 para bordear por entero la isla en busca de más indicios.
Al entrar la noche la nao Santa María y la carabela Niña avanzaban lentamente a una legua de Cabo Haití. Todo el mundo en la Santa María estaba fatigado a causa de la agitación constante que había reinado durante las últimas 48 horas. Desde que se supo de Cibao y sus presuntas riquezas la excitación los tenía desvelados. Nadie había dormido y el mar estaba tan sereno que, finalmente, decidieron reposar. Mandaba la guardia Juan de la Cosa, quien hizo descansar a su gente y él mismo se adormeció un rato. Un joven grumete recibió la orden de vigilar el timón, pero también fue vencido por el sueño.
En el momento que se iniciaba el 25 de diciembre, cesó el balanceo de la nao y el improvisado timonel despertó asustado lanzando un grito. La Santa María había encallado sobre un banco de coral, “tan mansamente que casi no se sentía”. Colón ordenó entonces a Juan de la Cosa que echase el ancla lo más lejos posible para desencallar la proa que era menos profunda que la popa, pero el marino vasco, una vez en el batel, huyó hacia la Niña. Vicente Yáñez Pinzón, comandante de esta, se negó a dejarlo subir a bordo y le ordenó volver a su puesto.
Mientras tanto, la resaca levantaba y golpeaba contra las rocas a la Santa María. De nada sirvió derribar el palo mayor. La nao estaba resquebrajada y el agua inundó su bodega. El buque estaba perdido. Colón y todos los tripulantes pasaron entonces a la Niña y allí, sin poder hacer ya nada, esperaron que amaneciera. Durante esas horas Colón debió cavilar sobre la difícil situación que enfrentaba y su problemático futuro. Pocos días atrás, Martín Alonso Pinzón, capitán de la Pinta, se había apartado sin explicación alguna y más tarde se supo que había encontrado oro en un lugar llamado Babeque.
Cristóbal Colón sabía perfectamente que estaba en manos de los hermanos Pinzón. Como ha explicado certeramente Juan Manzano en su libro “Los Pinzón y el Descubrimiento”, ya no se puede dudar que sin su ayuda hubiera sido imposible que el marino genovés lograra zarpar del puerto de Palos en pos de tierras ignotas. Colón tenía carácter difícil y ello lo llevó a enemistarse con muchas personas. Su relación con Juan de la Cosa era mala, pero no justifica que este intentara abandonarlo. En ese momento Colón no tuvo más remedio que disimular, pero en una de sus cartas posteriores diría que su intento de fuga fue un acto de traición. Cuando el sol se levantó, Colón, envuelto en su trágica realidad, contempló sombrío los restos de la nao Santa María.
Ese 25 de diciembre, la primera Navidad en el Nuevo Mundo, los tripulantes castellanos tuvieron que efectuar un doloroso inventario. Disponían solo de la Niña, pequeña carabela, y no les quedaba más remedio que aprovechar al máximo la madera y la carga de la Santa María para construir un fortín al que se llamó Navidad, en el cual, al mando de Diego de Arana, quedaron esperando el regreso de sus compañeros 39 hombres, para quienes el accidente de la Nochebuena sería su sentencia de muerte.
En efecto, 11 meses más tarde, al retornar Colón, supo que los cristianos habían sido masacrados por los nativos. Ese fue el trágico final de la Villa de Navidad, auroral y efímera población hispana en América.