La Constitución lleva décadas bajo ataque. El principal argumento en su contra es que esta sería “neoliberal”, en el sentido de reducir el rol del Estado al mínimo, no reconocer derechos sociales y dar lugar a una suerte de “capitalismo salvaje” sin reglas. Tal y como demostramos –conjuntamente con el profesor Rubén Méndez– en una reciente investigación titulada “Is the Peruvian constitution neoliberal? The influence of the Washington Consensus” (IJPLP, 2021) nuestra Carta Magna no es “neoliberal”.
Para comenzar, tomemos en cuenta el contexto. En el año 1990, no solo el Perú, sino toda la región, se encontraba en una grave crisis económica y social. Los países necesitaban urgentemente cambiar el rumbo, para lo cual recibieron la asesoría del Banco Mundial y el FMI, en lo que luego se llamó el Consenso de Washington. Aunque el Consenso a veces se identifica con el liberalismo económico, lo cierto es que no es más que una serie de prescripciones de política pública ortodoxa derivada de décadas de “buenas prácticas” de dichas instituciones. Estas prescripciones se conocieron como “ajustes estructurales” e incluyeron aspectos como estabilidad macroeconómica, independencia del banco central, equilibrio fiscal, focalización del gasto en educación, salud e infraestructura, libertad para el tipo de cambio y tasas de interés, apertura comercial, trato igual a la inversión extranjera, protección de la propiedad privada, calidad regulatoria y privatización.
Muchas de estas previsiones fueron incluidas en las constituciones de la región entre 1980 y el 2000, no solo en la peruana. Sin embargo, eso no hizo que estas constituciones pasaran a ser “neoliberales”, en la medida en que los “ajustes estructurales” son políticas tan obvias que ningún país desarrollado las incluye en sus constituciones escritas. Para las democracias o repúblicas liberales occidentales, estas reglas son parte de su ADN. En ese sentido, incluirlas en los textos de forma explícita no nos convierte en liberales, sino que tan solo hace evidente que requerimos poner dichas reglas en blanco y negro para intentar sujetarnos a ellas.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta que la ola de “ajustes estructurales” venida desde Washington no fue la única fuerza que dio forma a las constituciones latinoamericanas en el referido período. Simultáneamente, también ocurrió el movimiento internacional de derechos humanos y el reconocimiento de derechos de segunda, tercera o incluso cuarta generación. La Constitución de 1993 no fue la excepción: en ella se reconocen más derechos que en la Constitución de 1979 e incluso tiene una cláusula abierta (artículo 3) que incorpora nuevos derechos fundamentales reconocidos en la jurisprudencia, doctrina o tratados internacionales.
Finalmente, recordemos que una Constitución no es estática, sino que es una institución viva, que crece y cambia de forma en función de la actuación de diversos agentes, incluyendo los mismos ciudadanos y los poderes públicos. Desde el año 1993, nuestra Constitución ha pasado a reconocer más fuertemente algunos derechos –como los laborales– o incorporar nuevos –como el agua–, además de haberse ajustado más a preferencias sociales.
Como vemos, entonces, la liberalización inicial que pudo suponer –aunque sea parcialmente– la Constitución ha sido dejada de lado. En definitiva, hemos pasado de un “Estado empresario” a un “Estado regulatorio”.
En conclusión, nuestro régimen económico dista de ser neoliberal y –más bien– nos ha llevado al período de mayor crecimiento económico y reducción de la pobreza de nuestra historia, aun descontando factores externos como el precio de los minerales. Conocer nuestra Constitución y el impacto positivo que ha tenido en nuestra sociedad es un paso importante y necesario para poder –a partir de ahí– seguir nuestro camino hacia el desarrollo.