¿Qué tiene que decir Baruch Spinoza, un remoto filósofo del siglo XVII, sobre los predicamentos del siglo XXI? Mucho, porque los fanatismos que enfrentó de manera solitaria en su tiempo se han multiplicado en el nuestro. Aquellos provocaban guerras religiosas; los actuales –surgidos de identidades ciegas, narcisistas, excluyentes– se disputan, con igual ferocidad, el reino de este mundo. Ayer marchaban los soldados de la fe; hoy proliferan los cruzados de la raza, la nación, la clase, la lengua, la ideología, el género, la cultura. Entonces los inquisidores excomulgaban a los herejes. Ahora los iluminados de derecha o izquierda “cancelan” a los que piensan distinto o los queman vivos en las redes sociales. Por si fuera poco, el absolutismo político, las supercherías que pasan por verdades, las guerras de conquista y de limpieza étnica que creíamos extirpadas de la historia, han vuelto con ímpetu renovado. Por todo ello, Spinoza –pionero universal en el ejercicio público de la razón, la búsqueda de la verdad objetiva, la defensa de la civilidad republicana, la libertad y la tolerancia– tiene mucho que decir sobre nuestro siglo.
La crítica radical de Spinoza a los poderes teológico-políticos tuvo su origen en la expulsión de los judíos de Sefarad, como llamaban a su centenario hogar español. Por cerca de un siglo, los Spinoza se refugiaron en Portugal, donde ocultaron su fe adoptando nombres y ritos cristianos, pero sin perder el espíritu combativo para recobrar la libertad de creencia que les era natural y que cruelmente se les negaba. Por defenderla activamente apoyaron rebeliones contra el absolutismo de Felipe II en Portugal y algunos murieron en la hoguera de la Inquisición. Otros emigraron por un tiempo a Nantes y finalmente se establecieron en Ámsterdam, donde el 24 de noviembre de 1632 nació Baruj (nombre hebreo que significa “bendito”).
En 1656 ocurrió el episodio más conocido de la vida de Spinoza: su excomunión de la comunidad judía de Ámsterdam. ¿Por qué sus correligionarios llegaron a ese extremo? Si habían padecido tanto para perseverar en su fe necesitaban combatir la heterodoxia, que interpretaban como un error y una traición. Pero el joven Spinoza entendió que la única manera de superar todas las intolerancias era combatirlas de raíz y, para ello, dedicó su corta vida (murió a los 44 años) a concebir una especie de “religión filosófica” basada, no en la autoridad de las Escrituras, sino en la comprensión de la Naturaleza (que equiparaba con Dios) y la defensa de la libertad de pensamiento.
Hay dos conceptos de libertad aparentemente contradictorios en Spinoza. En la Ética, que postula el determinismo universal, la libertad opera dentro de un contexto de pasiones irrefrenables que el filósofo trata de entender como hechos naturales. Por otra parte, en el “Tratado teológico-político” y en el “Tratado político” Spinoza sustenta, quizá por primera vez, la tolerancia universal:
“Nadie puede abdicar de su libertad de juicio y sentimiento; y en tanto que todo hombre es, por derecho natural irrenunciable, dueño de sus propios pensamientos, se deduce que los hombres que piensan de formas diversas y contradictorias no pueden, sin resultados desastrosos, verse obligados a hablar solamente según los dictados del poder supremo”.
Spinoza fue un pensador solitario, pero no es en la soledad donde su pensamiento encuentra la concreción, sino entre los demás seres humanos. La desembocadura natural de su obra es la polis.
“Spinoza ha tenido la virtud de inspirar devociones”, me dijo Jorge Luis Borges una mañana de otoño de 1978, cuando conversamos sobre el filósofo del cual se había prometido escribir un libro. En el siglo XXI, las inspira aún.