A Søren Kierkegaard debemos gran parte de nuestra soledad contemporánea. Gran parte de nuestra individualidad y de nuestra vilipendiada libertad interior.
Kierkegaard, hasta el fin de su vida, se ensañó con el conocimiento cada vez más profundo del cristianismo en uno tan perfecto que le revelara finalmente la eficiencia humana y lo saludable de su fe.
En “Escuela de cristianismo”, desencadena un ataque contra la iglesia de su país y se erige casi convulsivamente en el defensor de un Dios y de una fe que su conciencia aún no había logrado esclarecer definitivamente. No lo lograría nunca pues al año siguiente, el 11 de noviembre de 1855, Kierkegaard nos dejaba, tal vez para siempre, sumidos en la oscuridad de nuestra fe religiosa o en la de nuestro no menos oscuro desamparo sobrenatural.
Su empecinamiento en que toda verdadera convicción religiosa se apoya en el individuo y en sus consiguientes acciones hicieron de Kierkegaard un enemigo de la cristiandad oficial. Su comprensión de los fundamentos de Cristo no era para el maestro danés la conquista de una verdad generalmente admitida, sino celosamente excluida de los dogmas y las leyes parroquiales, resonante tan solo en el fondo de su alma individual.
La pluma de Kierkegaard no cesó nunca de condensar sus mayores tormentos y sus más altas inquietudes en artículos, pequeñas narraciones y pensamientos llenos de una sustancia contradictoria y apasionada. Su obra de poeta, filósofo y esteta no son sino “máscaras” –como él define– de su violento amor a Dios. No obstante, hay en ella, excepción hecha de su clarividencia cristiana, una fuerte dosis de verdades humanas que aun privada de su estirpe sobrenatural nos revelan una naturaleza terrestre en perpetuo confronto consigo misma.
En 1848, la era de su mayor producción literaria: se acercaba más a los problemas puramente humanos, al humanismo que tenía en contraste con la severidad de su concepción cristiana. En “La enfermedad mortal” concibe este último como el único remedio para la desesperación y las miserias de la naturaleza humana. Pero su oscilación persiste.
Al final de su vida Kierkegaard probó la necesidad de morir en paz consigo mismo y con la existencia, dejando en suspenso la absolución de su alma, que, apasionadamente, intentó salvar durante toda su vida.
No le fue difícil por ello, a este terrible solitario, este gran defensor de los derechos del alma individual, a este implacable censor de la existencia humana y de la pasión trascendente, escribir estas conmovedoras palabras, llenas de veneración por sus semejantes: “Cuánto más alto se halla un hombre sobre lo que ama, más se sentirá impulsado a levantar el objeto de su amor a su nivel; pero también más se sentirá movido (hablando divinamente) a descender hacia él. Esta es la dialéctica del amor. Es extraño que la gente no haya percibido esto en Cristo y siempre crean que se hizo hombre por compasión o necesidad”.
–Glosado y editado–
Texto originalmente publicado el 18 de diciembre de 1955.