Margo Gontar

No es difícil imaginar lo que sentimos el lunes pasado en Kiev. Te despiertas a las 6:49 de la mañana con el sonido de las sirenas aéreas. O tal vez duermes a pesar de las sirenas –después de todo, estás acostumbrado a ellas–, pero las explosiones, que hacen temblar las paredes, te despiertan. Apresuradamente, decides trasladarte a un lugar seguro, una estación de metro, o la casa de un amigo con paredes gruesas. Coges tu equipaje, que desde febrero está junto a la puerta de tu casa, con tu laptop, cargadores y documentos.

O quizás decidas no salir. Te preparas un café y haces las tareas mientras escuchas las explosiones, con cuidado de no acercarte a las ventanas. Llamas a la escuela para preguntar cuándo puedes llevar a tu hijo, te dicen que cuando termine el ataque aéreo. Cuando sucede, vas al supermercado a comprar un nuevo paquete de café, pasas por la oficina de correos. En medio de la confusión y el estruendo, sigues viviendo.

No es que ya no dé miedo, lo da. Es aterrador no saber si tus seres queridos no pueden devolverte la llamada porque se ha ido la luz o por razones que no quieres ni empezar a imaginar. Es devastador contar los muertos y elucidar si alguien que conoces está entre ellos. Es agotador preguntarse si la próxima casa en ser golpeada será la tuya.

Pero ahora algo es muy distinto. Aunque está claro que Vladimir Putin quería amenazar a los ucranianos y enviar un mensaje de poder con los bombardeos de Kiev y Lviv, Kharkiv y Dnipro –con el coste de al menos 19 vidas–, el ataque muestra de hecho una sola cosa: lo débil que es Putin. Entre los ucranianos, hay una sensación casi palpable de que está perdiendo la guerra.

Y Putin también lo sabe. Se puede ver en su discurso justo después de la explosión del puente de Crimea: no más tonos fuertes y asertivos, solo un hombre viejo y cansado. Su falta de entusiasmo es comprensible. Lo que fue golpeado en el estrecho de Kerch no era solo un puente, sino aquello que conecta a Rusia con la anexión de Crimea –el vínculo que Rusia está tratando de perfeccionar–. El puente, del que se dice que está protegido de todas las formas posibles, era un símbolo del poder ruso. Y, sin embargo, fue atacado.

Se puede ver la desesperación de Rusia en su elección de objetivos. Una de las primeras cosas atacadas el lunes por la mañana fue un famoso puente peatonal de cristal en el centro de la ciudad de Kiev, como represalia. Sin duda, para desgracia del Kremlin, sobrevivió mejor al ataque que su homólogo de Crimea. Pero todos sabemos que el objetivo de estos ataques no era militar. Era aterrorizar.

Y lo consiguió, por un momento. Los videos del puente de cristal dañado se difundieron en las redes sociales, al igual que las fotos del centro de Kiev, con el humo ondeando en el amplio parque Shevchenko, donde los kievitas se reúnen para pasar el rato. Ha sido el lugar de muchos momentos especiales en mi propia vida, cuando me sentaba con amigos bajo la mirada de los eternos castaños de Kiev. Ver atacado este lugar, tan querido por muchos ucranianos, fue realmente impactante.

Pero luego llegó la rabia y, con ella, la comprensión. Si Rusia tiene que recurrir a las tácticas más bajas, al terrorismo contra civiles, a golpear universidades, museos, bibliotecas, parques infantiles, edificios de apartamentos y emplazamientos de infraestructuras –11 en todo el país–, es evidente que tiene la sartén por el mango. Tras una serie de exitosas contraofensivas en el noreste y el sur, las fuerzas ucranianas han cobrado impulso. Rusia, que sufre pérdidas sustanciales en el frente cada día, está luchando en el campo de batalla. La escalada del lunes lo demostró.

¿Y ahora qué? Los ucranianos repararemos los daños, por supuesto, como hemos hecho antes. Pero no nos hacemos ilusiones: aunque Rusia es débil y no tiene ninguna posibilidad de ganar a largo plazo, aún le queda mucha munición militar de la época soviética y está dispuesta a utilizarla. Estamos preparados para más desastres.

Pero no volvemos a estar como el 24 de febrero, llenos de miedo. Ahora vemos que el supuesto segundo ejército más poderoso del mundo no pudo tomar Kiev, ni en tres días, ni en siete meses y medio. Para aquellos que no estaban seguros de si era prudente respaldar a Ucrania, es un buen momento para reconsiderarlo. Y, mientras la rueda sigue girando, para poner sus fichas en el país que ganará esta guerra.


–Glosado, editado y traducido–

© T he New York Times

Margo Gontar es periodista ucraniana. Este es un artículo especial de The New York Times.

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