Hace ya casi dos décadas la Defensoría del Pueblo abrió sus puertas en el Perú. Pese a que, por aquel entonces, existía un comprensible escepticismo en muchos sectores acerca de sus reales posibilidades de actuación o aun de la propia necesidad de contar con un órgano estatal carente de poderes coercitivos y sancionadores, hoy pocos se atreverían a decir que se trató de la creación de un simple organismo burocrático más, con poca o nula relevancia en el comportamiento del Estado y en la vida de los peruanos. Particularmente, en la de aquellos que se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad.
Desde sus inicios, ha quedado siempre clara la importancia de confiar la conducción de esta institución a una persona idónea y que sea capaz de actuar con absoluta independencia y apego a la Constitución. Que busque trabajar en defensa de los derechos ciudadanos y sin temor a las “represalias” que, por su actuación, algún gobierno o alta autoridad del Estado pudiera adoptar.
En todos los países en los que esta institución existe, la Defensoría del Pueblo resulta por definición incómoda para quienes ostentan el poder y, por lo general, para todas las instancias estatales. Ello por cuanto el defensor existe para identificar las fallas del sistema, señalar las causas y responsabilidades y contribuir a soluciones duraderas. Al colocarse en la perspectiva del interés ciudadano, las tensiones entre el defensor y el resto del aparato estatal se hacen inevitables. “El poder del defensor, se escribe con J”, nos decía Jorge Santistevan a quienes lo acompañamos en los momentos iniciales de ese enorme desafío que significó construir la institución desde cero, otorgándole identidad, generando confianza y respeto en el conjunto de la administración.
No fue fácil. Sobre todo, por el clima de creciente autoritarismo en el que vivíamos. Es larga la lista de importantes actuaciones que la Defensoría del Pueblo impulsó y que contribuyó a concretar: atención a víctimas de la violencia política, libertad de presos inocentes, mejora en el diseño y procesamiento del régimen de pensiones, derechos de la mujer y freno a los casos de esterilizaciones forzadas, fin del reclutamiento militar compulsivo y discriminatorio, entre otros.
Asimismo, realizó supervisión electoral, documentando los casos que atentaban flagrantemente contra una elección limpia y respetuosa de la voluntad popular; así como la apuesta por la transparencia, el acceso a la información pública y el desarrollo de prácticas de buen gobierno.
Han sido sin duda estas intervenciones y otras muchas, cuyo recuento resulta imposible en estas líneas, las que han dado lugar a un amplio reconocimiento de la labor cumplida por esta institución, navegando la mayor parte del tiempo con viento en contra y escasos recursos. Y es quizá también por esta importante trayectoria y relevancia nacional, que le resulta tan difícil al Congreso de la República llegar a una decisión, obligación que sin embargo mantiene con la Constitución y con el país.
Y es que a una situación de extremo nivel de fraccionamiento de la representación política que obviamente dificulta los consensos, hay que agregarle la equivocada comprensión demostrada hasta el momento por quienes deben realizar esta elección. Y es que los criterios que deben orientarla, tienen que estar vinculados a la idoneidad e independencia de la persona y no basarse en su aproximación o simpatías con el poder.
Los contextos cambian, pero los problemas más complejos de la realidad del país, en términos sustantivos, continúan vigentes y demandan un defensor(a) capaz de asumir estos retos. El primero de ellos, sin embargo, lo tiene el Congreso.