En el transcurso de diez años, el Congreso peruano ha experimentado una rápida transformación. A principio de la década pasada, la intrascendencia del Congreso era una suerte de consenso en la ciencia política peruana. El control político era ejercido con renuencia y la iniciativa legislativa había sido absorbida por el Ejecutivo. Hoy las cosas lucen muy distintas. Es el Congreso el que ha concentrado poder en detrimento del Ejecutivo.
Algunos analistas han equiparado esta situación con una suerte de parlamentarismo informal. Y, efectivamente, un cambio importante ha ocurrido: los presidentes peruanos están cada vez más sujetos a la autoridad del Congreso. El uso recurrente de la figura de la vacancia presidencial ha debilitado seriamente la figura presidencial y la independencia entre ambos poderes. En la actualidad, la presidenta Dina Boluarte, sin bancada ni popularidad, requiere la confianza del Legislativo para continuar en el cargo. Es, en términos efectivos, dependiente del Congreso, el componente crucial de los sistemas parlamentarios.
Pero esta situación no está circunscrita al gobierno actual. Se ha construido en los últimos años, transformándose del enfrentamiento abierto que caracterizó los gobiernos de Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra a la subordinación silenciosa de Palacio de Gobierno en la actualidad. Así, en la medida que los futuros jefes de Gobierno no puedan colocar una bancada superior a los 44 votos para bloquear una vacancia presidencial, u organizar una coalición parlamentaria que supere esa cifra, la autoridad presidencial seguirá erosionándose.
Pero esta prominencia no solo involucra un cambio en términos prácticos, vale decir, el papel disuasivo que hoy juega la voluntad de los congresistas de accionar la vacancia presidencial, sino también cambios en las reglas formales. En el 2021, el Congreso promulgó por insistencia una ley de desarrollo constitucional que limita la cuestión de confianza, desarmando parcialmente al Ejecutivo, mientras una sentencia reciente del Tribunal Constitucional lo absuelve de control judicial, estableciendo, al menos parcialmente, una suerte de supremacía del Parlamento.
Sin embargo, un sistema parlamentario, o incluso un Congreso proactivo en un sistema presidencialista, requiere capacidades para formular legislación sustantiva o aprobar presupuestos de manera eficiente. Desarrollar las capacidades de un Parlamento efectivo toma tiempo, además de políticos competentes y partidos interesados en hacer funcionar el gobierno, condiciones de las que el Perú carece. Por el contrario, el Legislativo ha utilizado su nueva posición de poder para aprobar leyes que revierten procesos de reforma, limitan la capacidad regulatoria del Estado, responden a clientelas específicas o brindan soluciones de corto plazo a problemas complejos.
Peor aún, ha iniciado una campaña contra las entidades autónomas. Este año, el Congreso ha inhabilitado una fiscal suprema por disentir de su interpretación de la Constitución, ha promulgado una ley para nombrar su propio procurador y existe una seria posibilidad de que remueva a la presidenta de la Junta Nacional de Justicia, así como a otros de sus miembros, por razones espurias. Asimismo, prepara proyectos de reforma para hacer susceptibles de control político a los jefes de los organismos electorales. En otras palabras, el uso desproporcionado de los mecanismos de control político que se inició en el 2016 con los ministros de PPK ha sido extendido a las autoridades autónomas.
Esto es extremadamente inusual en perspectiva comparada. Procesos similares han sido liderados por jefes de Gobierno. Líderes populistas como Daniel Ortega en Nicaragua, Nayib Bukele en El Salvador o Viktor Orbán en Hungría han socavado la independencia del sistema de justicia para extender mandatos, limitar la capacidad de la oposición para competir en elecciones libres o blindar al presidente y sus allegados de investigaciones judiciales. Los Legislativos, incluso en un sistema parlamentario como Hungría, han sido funcionales a este resultado, pero sin actuar de manera autónoma. En el Perú, sin embargo, un Parlamento fragmentado e impopular está tomando acciones que se asemejan a aquellas seguidas por líderes antidemocráticos.
Esto parece responder a que, de izquierda a derecha, los parlamentarios tienen incentivos personales para incidir en la administración de justicia. Según la Unidad de Análisis de RPP, 86 de los 130 congresistas tienen carpetas fiscales abiertas, muchos de los cuales han votado en favor de leyes que reducen los plazos de investigación judicial. Pero la campaña es incluso más ambiciosa, pues buscan influir en el sistema electoral y otras entidades autónomas, como la Defensoría del Pueblo, en la que se ha colocado a un político sin calificaciones razonables para ejercer el cargo. Es, claramente, un proceso de regresión democrática, no guiado por un líder populista, sino por un cuerpo parlamentario ocupado por agentes transitorios e impopulares.
Por ello, si bien el Congreso ha ganado predominancia y es el agente central del proceso de erosión institucional, un completo quiebre democrático resulta improbable. Partidos débiles y políticos sin futuro electoral, como los que pueblan el Congreso peruano elección tras elección, simplemente no tienen la fuerza suficiente para consolidar el poder a tal extremo, menos aún desde un órgano colectivo. Pero en una arena electoral fragmentada, con presidentes sin el talento o la capacidad para construir coaliciones propias, el equilibrio de poderes seguirá favoreciendo al Legislativo debido al factor disuasivo de la vacancia. Este mecanismo se ha transformado, en términos efectivos, en un voto de confianza.
En este escenario, la democracia peruana sobrevive, pero en estado catatónico. Si el Congreso no desarrolla las capacidades necesarias para gobernar democráticamente y el Ejecutivo se sigue deteriorando, el Perú se quedará sin instituciones que puedan mover el país hacia adelante.
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