Los índices de informalidad que caracterizan a la economía peruana son de los más altos del mundo, llegando en el caso del empleo a más del 60% de la población económicamente activa. Esta informalidad está enraizada no solo en la estructura económica, sino –lo que es peor– en las mentes de los agentes económicos, lo que hace muy difícil su erradicación. Las consecuencias de este nivel de informalidad son sumamente graves en términos de productividad y de calidad de vida para el país.
El actual gobierno ha puesto correctamente el tema como prioritario en su gestión. Asimismo, se trata de un asunto de alta importancia para el ingreso del Perú a la OCDE. No obstante, un enfoque tradicional difícilmente permitirá llegar a algún resultado.
Lo que se requiere es un reenfoque radical de la problemática. No se trata solo de generar incentivos para la formalidad. Ello podría conducir a ningún lado, pues nada garantiza al informal que los incentivos que se le den no le serán retirados en el futuro, lo que comprometería su propia sobrevivencia. Tampoco se trata de combatir la informalidad mediante leyes. Esta ya ha probado su capacidad de supervivencia. Se trata de combatirla económicamente. Hacerla no rentable. Y esto implica una reorientación de toda la economía, lo cual se justifica por el tamaño del problema.
La estrategia que se propone es hacer competitivo al sector formal con relación al informal. Que la competencia con el sector formal haga quebrar al informal, de tal forma que solo le quede como alternativa la formalización. Esto implica poner en igualdad de condiciones al sector formal. Los cambios requeridos para lograr esto son profundos. Se necesita una reforma tributaria completa, que reduzca en forma importante los niveles tributarios del sector formal. Esta reducción podría compensarse con la eliminación de exoneraciones tributarias y regímenes especiales y a través de una orientación del sistema hacia otros tributos, como puede ser el impuesto a los combustibles. Pero esto no basta, el otro elemento importante es poner en igualdad de condiciones al sector formal en términos de los costos y relaciones laborales. Eliminar costos de contratación y despidos (los mal llamados sobrecostos laborales), las trabas y los procedimientos burocráticos de índole laboral, etc. Asimismo, se podrían eliminar los diferentes trámites y procedimientos que hoy enfrenta el sector formal.
Estas medidas, que implicarían un cambio importante en la economía, podrían poner en igualdad de condiciones al sector formal. Todo ello se sumaría, además, a las ventajas inherentes a la modernidad con las que ya cuenta el sector formal, como son relaciones con el sistema financiero, el acceso a la publicidad, el acceso a mercados externos, la importación directa, etc. En estas circunstancias, la competencia comprometerá la supervivencia del informal, obligándolo a formalizarse como única alternativa de subsistencia.
Una reorientación en el sentido indicado elevaría la productividad no solo en términos de la formalización del informal, sino que también incidiría en una importante elevación de la productividad del mismo sector formal. Asimismo, este reenfoque económico tendría incidencias en todo el ámbito del quehacer económico: aumentarían los niveles de empleo, habría una mayor profundidad financiera y de cobertura aseguradora, etc. Es una ruta hacia la modernidad y hacia la generación de mayores niveles de bienestar para toda la población.
Ciertamente, sería iluso pensar que esto es algo fácil de llevar a cabo desde un punto de vista político, pero para eso están los grandes líderes, ¿o no los tenemos? Para combatir la informalidad no sirven medidas puntuales y que no garanticen la permanencia en el tiempo de las mismas. Se requiere transformar el marco económico. Todo lo demás no pasa de ser un simple saludo a la bandera.