Hace unos días, a través de los medios, fuimos testigos del ataque a una joven en un hotel de Huamanga. Este, por desgracia, no es un caso aislado. La violencia contra las mujeres en nuestro país es un grave problema que ha logrado visibilidad en las últimas dos décadas. Estos actos vulneran su integridad física, psicológica y sexual, afectando su participación social y económica. Y tienen importantes consecuencias para el desarrollo nacional. La evidencia muestra, por ejemplo, que la violencia contra las mujeres a manos de sus parejas representa poco más de US$3.400 millones de pérdida anual por días no laborados.
La violencia de género se sustenta en las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres, en los estereotipos sociales y culturales sobre los sexos. Se produce en las relaciones de pareja y familiares, pero también en el trabajo, la educación, la salud y cualquier espacio social.
Hemos avanzado en reconocer esta problemática. Desde hace veinte años contamos con una ley de protección contra la violencia familiar que se ha ido enriqueciendo, y actualmente tenemos normativa contra la violación y los tocamientos, el hostigamiento sexual en el ámbito laboral y educativo, el feminicidio y el acoso en los espacios públicos. Desde el 2002 tenemos políticas públicas especializadas intersectoriales que involucran también a los gobiernos locales y regionales.
Aunque el camino por recorrer aún es largo, vamos registrando progresos. La Encuesta Demográfica y de Salud Familiar del INEI reporta una disminución de la violencia física y/o sexual sufrida por las peruanas alguna vez por parte de sus parejas: la cifra era de 38,8% en el 2009, y en el 2014 fue de 33,1%. En violencia psicológica y/o verbal, la disminución es de 73% en el 2009, a 69,4% en el 2014. No obstante, el Ministerio Público reportó en el 2014 un promedio de siete feminicidios por mes, y a junio del 2015 los Centros de Emergencia Mujer (CEM) reportaron 45 casos. Esto nos confronta al desafío de consolidar la lucha contra esta forma de discriminación y violencia.
Desde hace 19 años, el Ministerio de la Mujer (MIMP) es el órgano rector y articulador de los esfuerzos del Estado en esta lucha. Hoy el MIMP tiene a su cargo un programa presupuestal para la prevención y la atención de la violencia familiar y sexual que atiende a través de los CEM, llegando a todas las provincias del país, con una estrategia diferenciada para las zonas rurales y un servicio telefónico gratuito los 365 días del año: la Línea 100. Aunque el presupuesto asignado se ha duplicado en los últimos años, permitiendo mayor cobertura, aún es insuficiente.
Nuestro reto es profundizar el cambio cultural para deslegitimar toda forma de control sobre las mujeres. Y para ello requerimos el concurso de todas y todos. Para fortalecer la prevención de la violencia necesitamos hombres que renuncien a ella, y por eso se está priorizando el trabajo comunitario con varones. Las empresas tienen un rol que jugar: desde el 2013, el MIMP cuenta con un sello de reconocimiento para aquellas que priorizan la igualdad de género en su cultura organizacional y sus ámbitos de acción. La sociedad civil ha sido clave para hacer visible la violencia en todas sus expresiones, y para exigir normas y políticas. Los casos que los medios reportan evidencian la importancia de responder a todo nivel. Trabajemos juntos por ello.