La pandemia que sufrimos pone de manifiesto, más que nunca, la necesidad que tenemos como sociedad de contar con amplia información pública en extremo transparente, así como los riesgos severos de no contar con ella. Su parcialidad, manipulación o inexistencia tienen consecuencias directas sobre la gobernabilidad del país, sobre la eficacia en la aplicación de políticas y dictámenes y, por supuesto, sobre el buen estado emocional de la ciudadanía.
La ausencia de información pública, que debería ser accesible en forma transparente y de fácil alcance para la mayoría de la ciudadanía, en el sensible tema de las pruebas moleculares a las que se deben someter las personas para saber si están afectadas o no por el COVID-19 vuelve a poner en entredicho en estos días la confianza en organismos y empresas privadas que operan en el sector salud. Ello se suma a anteriores denuncias sobre un desmesurado aumento en el precio de las medicinas por la alta demanda e insuficiencia de genéricos, por parte de cadenas farmacéuticas, y otras tantas sobre acaparamiento y cobros excesivos en la venta de oxígeno.
¿Qué pasa cuando el Estado brinda poca o nula información sobre su necesaria articulación con clínicas privadas y cuando estas bajan sus persianas ante la solicitud de información transparente? La credibilidad misma en el sistema se desploma y se fisura la endeble confianza que hay en los organismos democráticos, particularmente, en su capacidad de poner reglas firmes en una sociedad en la que el libre mercado debiera condecirse con el juego limpio.
Al respecto, el programa “Panorama” denunció, días atrás, que algunas clínicas particulares cobran altos precios por un servicio de pruebas moleculares que el Instituto Nacional de Salud brinda sin costo. Sobre la base de una investigación de la contraloría, se informó que este instituto realizó de manera gratuita el procesamiento de 19.746 pruebas moleculares de coronavirus enviadas por las clínicas. Para estas, entonces, el costo de la prueba fue cero. Sin embargo, a los pacientes les cobraron entre S/422 y S/575 por darles el resultado. La contraloría solicitó entonces información a las 18 clínicas implicadas, de las que solo respondieron seis. Se justificaron diciendo que el precio refleja el transporte de la prueba, los implementos y honorarios de los profesionales, y otros servicios. Pero queda oscurecida la estructura de costos por la que llegaron a ese precio final.
El fantasma de un sector del empresariado insensible, avaro como nunca e insolidario con sus sujetos de atención entra de nuevo a dominar los miedos y la condena de los ciudadanos, ante la recurrencia de denuncias como esta.
Semanas atrás, la insuficiente información por parte del sector farmacéutico volvió a sembrar dudas sobre sus buenas prácticas de mercado. El Observatorio de Productos Farmacéuticos de la Digemid encontró que uno de los productos más demandados en esta crisis –azitromicina de 500 mg– se adquiría hasta por S/17,90, en las boticas comerciales más caras, mientras que, en otras, apenas costaba S/1. El revuelo fue inmediato y se acusó a los comercios de ganar dinero abusando de la necesidad de las personas. La Asociación de Industrias Farmacéuticas Nacionales respondió, mediante declaraciones de su presidente José Enrique Silva, que la fluctuación es resultado de una alta demanda inédita de los medicamentos y del rápido agotamiento de genéricos de costos mucho menores. Pero la duda ya estaba sembrada.
En aras de reconstruir la confianza pública, necesitamos que los actores del sector salud realicen una comunicación pública de la mejor manera. Requerimos un mayor esfuerzo informativo, más transparente y estratégico, en el que se habiliten, por ejemplo, mapas de disponibilidad de medicamentos por distritos en tiempo real, y se usen ‘mapas de calor’ digitales, así como organismos que ofrezcan listas de productos disponibles con tarifas y precios de fácil acceso. Necesitamos, también, un comando nacional COVID-19 que incorpore y monitoree esta información estratégica para efectos de la propia gobernabilidad ante la pandemia. Con ello, al fin, necesitamos un empresariado de la salud prosistema y no antisistema, que se exponga conscientemente y defienda el juego limpio como lo demandan ahora los ciudadanos. Entonces, volveremos a creer.