La Organización de las Naciones Unidas decretó el 24 de marzo como el Día Internacional del Derecho a la Verdad, fecha en la que el obispo salvadoreño Óscar Romero, gran defensor de los derechos humanos en su país, fue asesinado en 1980. Se busca recordar lo sufrido por miles de personas y conmemorar a quienes han dedicado su vida a la lucha por promover y proteger los derechos humanos.
Debemos recordar lo que vivimos durante la horrorosa época de violencia durante las décadas de 1980 y 1990. Recordamos hoy que existen mujeres como mamá Angélica que siguen buscando a sus hijos, que tuvimos (y que ahora no están más entre nosotros) luchadores incansables como Hubert Lanssiers o Pilar Coll y que aún, entre nosotros, están quienes han consagrado su vida a promover la defensa de los derechos humanos. Pienso en mi amigo Pancho Soberón. A todos ellos, nuestro respeto, admiración y agradecimiento.
Pero no hagamos de este día uno de conmemoración ritual sobre lo negativo del pasado, sino que –como diría Elizabeth Jelin– derivemos de él las lecciones que pueden convertirse en principios de acción para el presente. Por ello, es también un día para recordarle al Estado Peruano sus compromisos no atendidos y su deuda con la verdad y la justicia. Es también un día para preguntarnos qué somos como parte de una sociedad y cómo las memorias incómodas, que no sabemos ni cómo abordar, pueden servir para interpelar el presente y mirar con mayor claridad el futuro.
Queda mucho por hacer. A pesar de algunos avances como procesos judiciales emblemáticos, parciales reparaciones a víctimas o la existencia del Lugar de la Memoria (LUM), hay aún una tendencia absolutoria en los juicios por crímenes contra los derechos humanos, especialmente contra la libertad sexual, todavía no contamos con una ley sobre búsqueda de personas desaparecidas y la educación peruana sigue ajena al pasado reciente.
Esta deuda con la educación y el olvido de todas estas familias desde el Estado se ven reflejados en nuestra imposibilidad de formar una comunidad de ciudadanos, de siquiera ser capaces de conversar sobre el período de violencia desatada por Sendero Luminoso, de profesores de secundaria que no se atreven a mencionarlo, de nuestro poco interés por la verdad.
Existe un miedo implícito a saber, algo terrible para cualquier sociedad, pues nos mantiene en la ignorancia. Y desde ella, siendo temeraria, nos volvemos unos superficiales energúmenos que acudimos al agravio cada vez que estamos frente a algo que no sabemos o no logramos comprender.
No nos debería llamar la atención, entonces, cuando vemos una campaña de moda “inspirada en el terrorismo” en la que se banaliza el dolor ajeno y se mercantiliza con él, o cuando nos decían “terrucos” por apoyar la existencia de un lugar de memoria, o cuando los indignados salimos a las calles a protestar contra la corrupción, exigiendo honestidad y democracia.
La memoria, el anhelo por saber la verdad, será relevante en la medida en que exista el coraje para asumir los errores del pasado como deudas del presente. La verdad puede doler, pero la ignorancia nos hará vivir para siempre en una sociedad de mentira.