La llegada de un nuevo inquilino a la Casa Blanca conlleva siempre expectativas e incertidumbres. Es normal que las vicisitudes de una campaña presidencial lleven a un candidato a prometer cosas o ventilar opiniones que luego deba atemperar –o incluso renegar– de resultar victorioso. Pero en el caso de Donald Trump y su ascenso al cargo más poderoso del planeta, el factor sorpresa alcanza niveles de vértigo y esto es particularmente cierto en el ámbito donde un presidente estadounidense ejerce mayor discrecionalidad: la política exterior.
Dos elementos determinan cómo ve Trump al resto del mundo: nacionalismo y aislacionismo. Su promesa de “hacer grande de nuevo a EE.UU.” va más allá de la aspiración legítima por traer mejores tiempos a la nación norteamericana y también incluye la tesis de que la supuesta decadencia estadounidense –que él promete revertir– ha sido el resultado de las ganancias de otros países. Para Trump, las relaciones internacionales son un juego de suma cero.
En el campo económico, esta combinación de nacionalismo y aislacionismo se traduce en una agenda proteccionista que, de implementarse, rápidamente desembocaría en guerras comerciales –o incluso algo peor–. El Acuerdo Transpacífico (TPP) ya probó ser la primera víctima de estos nuevos aires proteccionistas.
Pero es la actitud que Trump tenga hacia China lo que genera más nerviosismo. En campaña el próximo presidente estadounidense prometió imponer un arancel del 45% a las importaciones de ese país, lo cual sin duda provocaría represalias por parte de Beijing. El ascenso pacífico de China como potencia mundial depende en gran medida de los beneficios que obtiene de un orden mundial liberal basado en el intercambio.
En un escenario donde el comercio entre EE.UU. y China colapse a raíz de crecientes barreras proteccionistas –y en el que ambos países dejen de verse mutuamente como sus principales socios comerciales– el riesgo de un encontronazo militar aumenta peligrosamente. Los posibles focos de fricción ya están en el tablero y van desde el expansionismo chino en el Mar del Sur de China hasta las disputadas islas Senkaku con Japón –con quien EE.UU. tiene un acuerdo de defensa mutua–.
La política de Trump hacia el Medio Oriente es más enigmática. Como candidato fue crítico de las ruinosas intervenciones militares estadounidenses en esa parte del mundo, pero de igual forma prometió “sacarle la mugre” al Estado Islámico. Es probable que esta aparente contradicción se zanje en un entendimiento con Rusia que permita la permanencia en el poder de Bashar al Asad en Siria y el énfasis de cualquier acción militar en la destrucción del califato. Los días en que Washington buscaba la promoción de la democracia en el mundo árabe están por llegar a su fin.
La cuadratura del círculo en el Medio Oriente es Irán. El no intervencionismo de Trump y su empatía con Vladimir Putin chocan de frente con su promesa de deshacer el acuerdo nuclear con el régimen de Teherán. Esto liberaría a ese país de cualquier compromiso por detener un programa científico cuyo fin último es desarrollar una bomba atómica. La alternativa al acuerdo, claro está, es un ataque militar a Irán que fácilmente degeneraría en un conflicto bélico de gran envergadura en Medio Oriente –y allende–.
En cuanto a América Latina, las perspectivas no son halagüeñas, aun cuando más allá de México las referencias a la región fueron casi nulas durante la campaña. La predominancia que en la retórica de Trump tuvieron la construcción de un muro en la frontera sur, la renegociación del TLCAN y la imposición de aranceles a las importaciones mexicanas hace muy difícil que el nuevo presidente reniegue completamente de estas. La incertidumbre sobre qué acción emprenderá contra México ya tiene sufriendo a la economía de ese país. Peor aun, Trump podría terminar fortaleciendo las fortunas electorales de Andrés Manuel López Obrador, un populista de izquierda a quien le será muy conveniente tener una figura que antagonizar en la Casa Blanca.
El futuro de la relación con Cuba también está en el balance. Trump prometió revertir la política de acercamiento impulsada por la administración Obama; sin embargo, no especificó si esto involucrará volver a un statu quo ante o simplemente congelar lo hecho hasta ahora. Lo cierto es que restituir las sanciones económicas tendría un costo significativo para las empresas estadounidenses que han invertido en Cuba a raíz de la política de normalización.
El 2017 será sin duda un año azaroso con la llegada de Donald Trump al poder. Solo queda esperar que las peores predicciones no se materialicen.