“Cómo no amar la vida, pese a todo”… Ana cierra los ojos y suspira. “Ana, ¡ven aquí!”. La brisa marina enreda el largo cabello negro que se pega a su mejilla llena de sal; ríe feliz, corre chapoteando a abrazarlo. Pero no logra dar un paso, sus piernas están clavadas en la arena y se hunde velozmente. Una ráfaga de viento arranca su cabellera, llenándole la garganta de arena, quiere gritar, se ahoga, está hundida hasta el cuello, sintiendo el dolor de un millón de agujas en la piel. Ahora es la sal de las lágrimas la que llega a la orilla de su boca. Ana abre los ojos. Y el dolor sigue allí, el cuerpo inerte, las enfermeras, los tubos, la piel palidísima y frágil entre las sábanas.
Hace 16 meses, la justicia reconoció el derecho de Ana Estrada a la muerte digna, admitiendo que exigir que llegara al fin de su existencia biológica constituía un trato cruel, inhumano y degradante, y violaba la dignidad humana. Asimismo, se ordenó la creación de un protocolo médico para instrumentar este derecho.
La semana pasada, la Corte Suprema confirmó el derecho a morir con dignidad, pero falta un voto para garantizar la creación del protocolo. Sin protocolo apropiado, no hay muerte digna. Es como tener un carro del año sin motor ni ruedas. El juez lo sabe, reconoce el derecho, pero lo vacía de contenido, dejándolo inservible. Pretende quedar bien con dios y con el diablo.
¿Qué exige? Que Ana esté en un estado terminal, que la Iglesia intervenga en la creación del protocolo y que haya derecho de visita de representantes de organizaciones contrarias a la muerte digna.
¿Puede un juez condicionar su voto al cumplimiento de requisitos inconstitucionales?
El Perú es un Estado laico y el protocolo es la norma concreta que permite la muerte digna. Según la Constitución, la Iglesia no participa en la creación de leyes, por eso existe la separación Iglesia-Estado.
El derecho ya reconocido a Ana es a poder decidir cuando el sufrimiento sea intolerable: “empezarán las úlceras en la piel… ese será el comienzo de infecciones y amputaciones y no moriré. Ese infierno será eterno y mi mente estará lúcida para vivir cada dolor en una cama de hospital, sola y queriendo morir”.
Ana padece una enfermedad degenerativa. La base del reclamo legal es poder morir sin estar terminal. Se puede sufrir lo indecible y no morir, es la definición de tortura.
Imagínese por un momento ser Ana. Lea su blog, sienta el agotamiento. El miedo, el dolor, la pérdida de toda intimidad y sosiego. La duración real de una hora en absoluta inmovilidad. Se abre la puerta, experimente la ilusión de escuchar una voz querida. Pero quienes hablan son unos desconocidos que le están reprochando que quiera morirse, que se equivoca, que resista. Personas sanas, que no sienten su dolor y terror. Héroes de la vida con cuerpo ajeno. Eso es acoso y violencia psíquica y moral contra una mujer discapacitada que no puede defenderse.
Un varón sano condiciona su voto a un acto de violencia, porque ella no comparte sus creencias, pero él tiene el poder de firmar esa sentencia. A una mujer enferma se le niega su derecho a decidir –que ya fue ratificado–, se exige regulación eclesiástica y se la infantiliza y acosa. ¿Qué opinará de esto quien deba dirimir la cuestión?
El viernes será la audiencia para decidir si se aprueba o no un protocolo médico sin violencias y respetando el derecho a morir con dignidad. Se decide también si el Perú es un Estado libre, laico y democrático. No retrocedamos .
Todos anhelamos morir en paz y rodeados de amor. Ana se atrevió a exigirlo, no la dejemos sola.
“Ahora soy un bosque con todas sus ramas haciendo olas. Izando una voz que defiende la libertad. Y ya nunca nadie más me dirá que es imposible. Mi voz es orquesta” (Ana Estrada).