Hoy como nunca “ha sido amargo el cumplimiento de mi deber”, escribió el notable galeno piurano Cayetano Heredia luego de una autopsia realizada a Faustino Sánchez Carrión en Lurín. Heredia se conmovió al recorrer el cuerpo del “alma” de la revolución emancipadora, que murió el 5 de junio de 1825, a los 38 años. La causa de la muerte, probablemente relacionada con esa extenuante cabalgata de Lima a Huamanga, en vísperas de la batalla de Ayacucho, fue un hígado seriamente dañado por un esfuerzo sobrehumano. En efecto, fue desde Huamanga que Sánchez Carrión le escribió, en vísperas de la batalla de Ayacucho, a Simón Bolívar para comunicarle que, a pesar de sentirse muy enfermo (“me han puesto un terrible cáustico que me tortura”), estaba dispuesto a dar lo que le quedaba de vida por la victoria que el Perú y toda la región urgentemente demandaban.
Toda acción transformadora del mundo –opina el filósofo Byung-Chul Han– es una narración. Las narraciones –como la fascinante historia de Sánchez Carrión y la de los centenares sino miles de peruanos que entregaron su vida por la república naciente– crean lazos y de ello sale la reflexión que ayuda a enfrentar con valentía y serenidad a esa contingencia que, hoy más que nunca, erosiona las bases del Estado Peruano. Este surgió hace 200 años luego de una larga y sangrienta guerra externa que, bueno es recordarlo, posteriormente devino en interna. Ciertamente, Ayacucho no solo debe invitar al análisis sobre las épicas civiles y militares de los compatriotas que avizoraron un horizonte de libertad y de justicia, sino que permite abrir la discusión sobre la posguerra. En ese contexto, la batalla bicentenaria es la bisagra entre el fin del ciclo revolucionario y el inicio del lento proceso de construcción republicana, que aún no acaba. El ejercicio intelectual, sugerido, ayuda a transformar en semilla germinativa de sentido, a todas luces ambivalente, y, además, a recordar con respeto el coraje que emerge de una batalla paradigmática, peleada en los Andes del Perú.
La propuesta de Han, sobre el rescate de narrativas históricas, sumergidas en el mundo de las noticias efímeras y de los ‘likes’ compulsivos va de la mano con el concepto de la ejemplaridad esbozada por el filósofo español Javier Gomá. La persuasión sustentada en ejemplos generadores de costumbres cívicas puede impulsarnos a fortalecer instituciones, hoy tan venidas a menos, y promover la verdadera emancipación integral de millones de peruanos. En ese sentido, cabe recordar que la batalla de Ayacucho es el último encuentro entre los ejércitos realista y patriota en la larga y compleja guerra por la independencia peruana. La mañana del 9 de diciembre de 1824, más de 13.000 soldados, en su mayoría peruanos, se enfrentaron en un choque cruento donde la valentía y el pundonor se combinaron con el temor a la muerte y la ansiedad por la sobrevivencia. Sin duda alguna, la táctica de los estrategas militares y el espíritu de combate prevalecieron en el lado patriota y motivaron la victoria del Ejército Unido Libertador; pero Ayacucho es también la suma de épicas individuales y colectivas, que combinadas entre sí ocasionaron la victoria que hoy todos recordamos.
La historia menciona que Simón Bolívar reestructuró su ejército libertador en el norte peruano, entre los actuales departamentos de Cajamarca, Amazonas, San Martín, Piura, Tumbes, La Libertad, Lambayeque y Huánuco, con disposiciones como el reclutamiento de combatientes, la contribución general para los gastos de la campaña, la venta de las propiedades del Estado, la confección de uniformes y la apropiación de los tesoros de las iglesias. Escogió este espacio norteño porque constituía una gran región, con circuitos mercantiles que se prolongaba hasta el Caribe y con comerciantes que acumulaban capital. Además, esta región había decidido ya por la independencia desde 1820. Así, el norte puso los hombres, los recursos, las armas y hasta los uniformes para la campaña final. Toda una épica colectiva de una región que apostó, como la sierra central y sus contingentes guerrilleros, por la independencia.
También, la marcha de los soldados patriotas por la compleja geografía andina es otra epopeya digna de recordar. Al trasladarse desde Junín a la cuenca del Apurímac y desde aquí a la Pampa de Ayacucho, avanzaron por profundas quebradas, serpenteantes caminos, embravecidos ríos y enfrentaron las lluvias de la temporada, esperando con ansiedad los alimentos que no siempre llegaban por la simpatía prorrealista de algunas comunidades andinas. Acompañados de sus mujeres e hijos, estos soldados llegaron exhaustos a la Pampa de Ayacucho para combatir en una incierta batalla de la que salieron victoriosos. En esta épica destaca el arrojo de los guerrilleros de la sierra norte, de la sierra central y de Cangallo, quienes constantemente enfrentaron a los realistas para infundirles una derrota moral y facilitar el avance de las tropas libertarias. Al mismo tiempo, ofrecieron los productos de sus campos de cultivo y sus ganados al ejército de Sucre, estableciendo alianzas estratégicas con militares patriotas que posteriormente requerirán de sus servicios en el transcurso de las guerras caudillistas republicanas.
En medio de estas épicas colectivas aparecen las gestas individuales de militares como Sucre, La Mar, Córdova o Miller, con diversos orígenes, pero un ideal común: lograr la independencia. El cuencano La Mar, por ejemplo, incorporado al ejército libertador en setiembre de 1821 –en la primera rendición del Real Felipe– dirigió en Ayacucho la división peruana de infantería que se encargó de contener el ataque de Jerónimo Valdés. Culminada la batalla, medió entre Canterac y Sucre en las negociaciones de una capitulación caballerosa para el vencido. Tras la guerra fue prisionero de su caballerosidad, al ser defenestrado por Agustín Gamarra –su compañero de armas en Ayacucho– en medio de la guerra contra Colombia. Por su lado, Miller, el comandante del escuadrón de caballería, destacó por el apoyo que prestó a las divisiones de infantería en el transcurso del combate. Culminada la batalla fue uno de los primeros en visitar al virrey La Serna, herido y prisionero en Quinua, para expresarle sus respetos y tributar un honor al vencido. Y en los siguientes años participó decididamente en las guerras civiles inherentes a la formación del Estado Peruano. Es por lo anterior que la batalla de Ayacucho abre una necesaria discusión sobre su legado político en la creación de una república que hoy atraviesa una de sus horas más decisivas.
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