Uno de los mitos historicistas que hemos vivido por muchas décadas es que los procesos políticos tienen ciclos que se cumplen inexorablemente. Los marxistas, y dentro de estos incluyo a toda su antropófaga familia, bebieron de la dialéctica, método por el que una tesis genera una antítesis y de la confrontación de ambas surge una síntesis. Marx –que se nutrió para esto del pensamiento de Hegel, entre otros– esboza en el siglo XIX variadas reflexiones y afiebradas propuestas.

Persistir en la dialéctica marxista como metodología mecánica de interpretación de la realidad presupone que las personas, con nuestras limitaciones y frustraciones, renunciamos a nuestro derecho libertario de elegir lo que consideramos que es mejor y lícito.

Aun cuando la hecatombe marxista se interpretó como el triunfo de la y el fin o el debilitamiento de las ideologías, lo cierto es que tamaño fracaso no silencia a los marxistas y demás especies jurásicas.

En este aquí y ahora, soy de aquellos que –priorizando la propia– defiende la libertad ajena con igual intensidad por cuanto creo que mi felicidad y mi progreso provienen del ejercicio de mi libre albedrío en tanto que no obre injustamente respecto de otros.

Lo precedente también implica que, como ser societario, comprenda dónde se encuentra el límite entre lo que tiene y lo que no tiene que hacer el Estado evitando que haga lo que no debe y promoviendo que haga lo que debe.

Partiendo del supuesto negado de que el Estado es un ser en otros –vale decir, algo ajeno a todos los que lo conformamos–, aquellos que le endosan la responsabilidad del quehacer privado –porque prefieren que terceros le sufraguen su existencia y hermanamiento con prebendas y asistencialismo– conciben y procuran la del “Estado propiedad” o del “Estado botín”, lo que es peor.

En mi recurrente desencuentro –pretendiendo siempre respeto– con los que usan la libertad para promover su defunción, subrayo que dicha dialéctica contra natura proviene de una auténtica y persistente equivocación cognitiva y valorativa dado que desprecian el espíritu libertario del ser humano y su natural aspiración a ser tratado con justicia.

Y tantos sueños libertarios y justos acariciamos que –sin muchos siquiera darse cuenta– no estamos dispuestos a ceder nuestra libertad o a renunciar a la justicia. El peruano común ansía tanto la primera como la segunda al punto de que se resiste con persistencia democrática a que vocaciones totalitarias las supriman o las interpreten a su antojo y en su detrimento.

En este malavenido bicentenario es nuestra obligación diferenciar qué políticas –mal llamadas narrativas– asfixian a la libertad y, por ende, a la justicia. Y esta relación no supone banalidades porque la ausencia de justicia crea frustraciones y daños personales y colectivos tan grandes que, acumulados, nos privan de muchas libertades.

Así, la justicia es la síntesis de todas las virtudes; es la virtud completa porque no se puede considerar ni alcanzar una parte de esta, ya que la injusticia no es parte de un vicio, sino un vicio en su totalidad.

Entonces, ¿no es acaso la privación de la libertad y de la justicia un gran y verdadero crimen contra el pueblo?

Así, considerado indivisible e irrenunciable el binomio, tenemos que el ladrón es aquel que le roba a alguien algo, en tanto que el tirano es aquel que les roba la libertad y la justicia a muchos. De esta manera, la tiranía –por ejemplo, la nicaragüense– es el gobierno que le roba todos los atributos a la justicia libertaria.

Pero la injusticia no se agota allí porque el tirano no solo sustrae la libertad política de las grandes mayorías, sino todas sus libertades con la pretensión de vaciarlas de sus contenidos más profundos con lo que la injusticia, además de ser la ausencia de justicia, es la succión de la identidad y de la vocación libertaria del ser humano. ¡Vivamos siempre alertas!

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Javier González-Olaechea Franco es doctor en Ciencia Política, experto en gobierno e internacionalista

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