A comienzos de setiembre, el ministro de Economía y Finanzas, Kurt Burneo, anunció su plan “Impulso Perú” que tiene como propósito impedir la desaceleración de la economía y, para este y el siguiente año, mantener el ritmo de crecimiento en 3,5%. Muchos coincidimos con la motivación central del Plan: el Perú pasará a experimentar un entorno global adverso, parecido al de los inicios de los años ochenta.
Según el FMI, nuestros principales socios comerciales –China, Estados Unidos y la Zona Euro– experimentarían este año una tasa de crecimiento menor de la mitad de la del año anterior; y el riesgo de que caigan en una recesión el siguiente año no es trivial. Simultáneamente, los bancos centrales de los países desarrollados han decidido combatir la inflación global con fuertes subidas de tasas de interés. En este entorno, no sorprende la reciente caída en el precio de las materias primas. A esto hay que añadirle nuestra propia crisis política, que viene impactando negativamente sobre nuestros agentes económicos –consumidores e inversionistas– y que amplificará las fuerzas recesivas del exterior.
El plan contempla tres acciones: mejora del gasto privado, aceleración de la inversión pública y recuperación de la confianza privada. Con este propósito, propone 36 medidas de política económica, algunas dependientes del MEF, otras de los otros ministerios, y muchas del Congreso. De su lectura surgen dos interrogantes: ¿logrará el objetivo propuesto de impulsar el crecimiento del PBI este y el siguiente año? Más aún, ¿es el plan de reactivación que necesitamos?
Revisando las medidas de política propuestas, estas se pueden dividir en tres: impulso al gasto corriente, destrabe de inversión pública y algunas de exoneración tributaria que ayudarían al sector privado. Cuando se cuantifican estos tres grupos de medidas, queda claro que las medidas de estímulo de gasto corriente son las que más pesan en el plan. Estas son un poco más de lo que hemos visto desde el 2020: un nuevo bono de S/270 para la población, exoneraciones tributarias para enfrentar el aumento de precios, y subsidios focalizados a la electricidad y gasolina para proteger a los grupos vulnerables.
De hecho, el mismo MEF calcula que el mayor impacto en este año será sobre el gasto privado, impulsando el crecimiento del PBI en 0,5 puntos, mientras que el impacto de la inversión pública será de solo 0,1 puntos. El siguiente año estos impactos se revierten a 0,3 y 0,5 puntos, respectivamente.
Este sesgo hacia un mayor gasto corriente es el primer problema del plan. El FMI ha calculado que el efecto de S/ 1 de mayor gasto corriente podría resultar en un impulso de solo S/0,5 en el PBI; mientras que el de inversión genera un mayor impulso, de S/ 1,5.
Existen buenas razones para que el MEF opte por un mayor impulso al gasto corriente y menor a la inversión pública. Primero, que las medidas que impulsarían la inversión requieren de mayor tiempo de preparación o, en muchos casos, de la aprobación del Congreso. La segunda razón es más fundamental. En su ejecución presupuestal de este año, el MEF cuenta con un excedente de casi 1% del PBI, producto de los altos precios de las materias primas de la primera parte de este año y que tendría que gastar antes de que finalice el 2022, pues el siguiente año con los vientos en contra podría no existir.
Pero hay un tema más trascendental, y es si realmente se pueden destrabar los proyectos de inversión pública y Asociación Pública Privada (APP) a cargo de Pro-Inversión con simples cambios en los reglamentos. Lo cierto es que tanto la normativa del Invierte.pe como de las APP fue radicalmente transformada con los decretos legislativos de finales del 2018. Esta pasó a ser un sistema altamente complejo, por la cantidad de requerimientos que se tienen que cumplir, y muy discrecional, dependiente de la decisión de los ministerios sectoriales y, finalmente, del propio presidente. Esto contrasta con la normativa del 2017 que inducía el planeamiento presupuestal a largo plazo, profesionalizó la ejecución, y redujo la tramitología para proyectos de baja complejidad de los gobiernos subnacionales.
Finalmente, nos deberíamos preguntar si un programa de impulso de demanda como el propuesto por el MEF es lo que necesitamos. En una economía en la que la tasa de crecimiento potencial, aquella que es determinada por el pleno uso de sus recursos, viene cayendo (el MEF la calcula en el 3% y nosotros en solo el 2%), es difícil pensar que un impulso de demanda va a sostener el crecimiento de largo plazo, particularmente con una economía global desacelerándose.
Más aún, la experiencia internacional nos dice que, ante choques externos como los que estamos experimentando y frente a un aumento de inflación, lo más recomendable es inducir un choque de productividad; es decir, un estímulo a la oferta que nos permita aumentar la tasa de crecimiento potencial. Aun cuando el MEF propone el lanzamiento de un nuevo Plan de Competitividad y Productividad, es meramente enunciativo, pues nadie lo conoce.
Las coincidencias entre el entorno actual y el de los años ochenta nos debería hacer reflexionar. En ese entonces, frente a una desaceleración global similar y de subida de tasas de interés internacional, decidimos implementar un programa de estímulo de demanda. El resultado fue nefasto, con uno de los déficits fiscales más altos de nuestra historia y una inflación galopante. No creo que sea el riesgo esta vez, pero claramente, ante un episodio internacional similar, estaríamos cometiendo el mismo error.