Luego de una de las campañas electorales más duras en décadas, el 6 de noviembre de 1888 Benjamin Harrison, candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos, derrotó a Grover Cleveland, candidato demócrata y entonces presidente del país.
Los temas en disputa durante la campaña incluyeron debates sobre las pensiones públicas y la etnicidad, pero el asunto más álgido y controversial fue la política arancelaria que debía seguir Estados Unidos. Cleveland era partidario de abrir progresivamente las fronteras al comercio internacional, mientras que Harrison abogaba por restringir las importaciones de azúcar, de productos de hojalata, de lana, entre varios otros.
El llamado arancel McKinley, de 1890, fue el resultado de la victoria de Harrison sobre Cleveland. Este elevó los derechos de importación promedio en casi 50% con el objetivo de proteger a la industria local de competencia foránea. Como consecuencia de esta política comercial, los empresarios estadounidenses de diversos productos protegidos cosecharon ganancias, pero estas vinieron a costa de bienes mucho más caros y de menor calidad para los consumidores.
Adicionalmente, los nuevos aranceles dieron justificación a los grupos proteccionistas en el Imperio Británico para castigar a las exportaciones norteamericanas. La decepción ciudadana con los magros resultados de estas políticas económicas explica que, en 1892, el presidente Harrison perdiera la reelección frente a su antiguo adversario, el ex presidente y nuevamente candidato Grover Cleveland.
Las semejanzas del presidente Harrison con el presidente electo Donald Trump no son pocas. Ambos republicanos fueron candidatos improbables durante las elecciones primarias de su partido, y los dos fueron elegidos a pesar de haber perdido el voto popular. Pero quizá una de las características que más los acerca sea su escepticismo frente a los beneficios del comercio exterior.
El señor Trump prometió aranceles “defensivos” de 45% para productos hechos en China, retirarse del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), renegociar o anular el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, por sus siglas en inglés) y reservarse el derecho a colocar aranceles arbitrarios de entre 15% y 45% para cualquier país al que denomine “manipulador de divisas”. Y yendo aun más allá que su predecesor Harrison, el magnate inmobiliario ha amenazado con sanciones a las empresas estadounidenses que establezcan operaciones fuera del país.
Esta política comercial –aparte de paradójica por venir de uno de los países que más ha impulsado el libre comercio en el mundo– es preocupante para las naciones y empresas extranjeras que dependen del intercambio de bienes con Estados Unidos, sobre todo México y China. Sobre esto se ha hablado mucho.
Sobre lo que no se ha hablado suficiente es que estas políticas proteccionistas, como sucedió en el siglo XIX, terminan por perjudicar a los ciudadanos de la misma nación que cerró sus fronteras, en especial a los más pobres que dependen de productos importados más baratos.
Según recuerda “The Economist”, cuando Estados Unidos subió los aranceles a las llantas hechas en China en el 2009, el costo adicional para los consumidores norteamericanos fue de más de US$1.000 millones, o el equivalente a US$900.000 por cada uno de los 1.200 empleos en el sector que fueron “salvados” de la competencia extranjera. Otros estudios concluyen que –a lo largo de 40 países– en promedio los consumidores más ricos perderían el 28% de su poder adquisitivo si se cerrase el comercio internacional, mientras que los más pobres perderían el 63%.
Hoy los restos de Benjamin Harrison descansan en el apacible cementerio de Crown Hill en Indianápolis. Apenas a unas cuadras de ahí, subiendo por la avenida Michigan, se erige orgullosa una sede de Walmart, el principal importador de bienes baratos de Estados Unidos y uno de los símbolos de cómo el comercio internacional libre ha funcionado para beneficio de los consumidores que menos tienen.