"El mandatario siempre arguye que el pueblo demanda cambios, cierto. Pero estos son explícitamente en sentido contrario a la extendida y continua práctica de su gobierno" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"El mandatario siempre arguye que el pueblo demanda cambios, cierto. Pero estos son explícitamente en sentido contrario a la extendida y continua práctica de su gobierno" (Ilustración: Giovanni Tazza).

Las personas, las sociedades y los Estados, con independencia de fechas y lugares, buscamos logros y consensos que se reflejan en el contrato social que llamamos Constitución. En ella plasmamos los mínimos y los máximos sobre las funciones del Estado, así como los deberes y las obligaciones de las principales instituciones públicas y de las personas.

Hasta aquí todo parece normal. Pero resulta que quienes conformamos el Estado y la sociedad podemos atentar contra su salud. Y cuando tal cosa ocurre, estamos frente a una gangrena política y social.

El Perú padece, por acción y por omisión, la descomposición y degradación moral de los valores más esenciales. No podemos achacar el gen de la enfermedad al actual régimen, pero resulta evidente que la administración ha convertido la gangrena aludida en impune putrefacción.

Tenemos un presidente que afirma no leer los diarios ni escuchar las noticias y, cuando se refiere a serios problemas, los califica de chismes y habladurías. Con tamaña limitación, entre otras tantas a la vista, designa ministros y altos funcionarios, y toma algunas decisiones cuando las cuestiones o los escándalos adquieren magnitudes mayúsculas.

Una cantidad importante de sus ministros y de los altos funcionarios son designados sin el mínimo cuidado. Luego, cuando ejercen el poder, perforan el sentido común o lindan con el delito en sus más variadas modalidades. Con profusas evidencias a la vista, se presume omisión de función, organización criminal, corrupción de funcionarios, cohecho, tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito y más.

Así, renunciantes y despedidos del Gabinete Vásquez nos comunicaron de la existencia de “Gabinetes en la sombra” señalando a personas concretas y actuantes desde el poder en la oscuridad. Esto es muy distinto al origen del Gabinete en la sombra que conforma la oposición parlamentaria británica para controlar al Gabinete que gobierna. ¡Qué novedad la de los despojados! ¡Qué tal desparpajo!

Actualmente, el nivel de tolerancia social es muy alto. El estado de putrefacción política es tal que parece que todo vale y nada importa. Vale mentir, evadir responsabilidades, desempeñar cargos sin rendir cuentas, saltarse procedimientos, omitir explicaciones, endosar a terceros las responsabilidades y así un sinfín de vales. Vale menos aún haber retrocedido significativa y vergonzosamente en el ránking mundial que mide la corrupción en los países. Las encuestas, las críticas, los señalamientos y las propuestas concretas formuladas de buena fe también carecen de importancia.

Igualmente, resultan perniciosas las constantes incoherencias congresales y el estruendoso silencio u omisión de los que debieran perseguir el delito y sancionarlo. La vara con que miden hechos y personas es tan elástica como facciosa.

Cambian ministros, pero sus desechos quedan. Portando peores credenciales nació el Gabinete y, ante cataratas de críticas, ya fallece, constituyéndose en el más fugaz equipo ministerial de, al menos, los últimos cien años.

El presidente invocó ayer al país a sumar esfuerzos, pero persiste en omitir toda autocrítica cuando él es el único responsable de la designación del presidente del Consejo de Ministros y, en conjunto con este, el resto de los ministros. Jamás ha cumplido con el precepto constitucional que señala dicho procedimiento.

El mandatario siempre arguye que el pueblo demanda cambios, cierto. Pero estos son explícitamente en sentido contrario a la extendida y continua práctica de su gobierno. Se repudia la improvisación, la incapacidad, la designación del prontuariado, el Estado botín, la clandestinidad, el abuso de poder, el silencio oficial y el ocultamiento recurrente e ignominioso al punto de que el inmenso nivel de putrefacción política reinante parece incurable.

Cabe inquirirnos por qué permitimos tanto, por qué el criterio común es parte del creciente y dilatado basurero oficial.

¿Cuánto más hay que soportar? ¿Cuándo y cómo debemos amputar los miembros putrefactos? O tal vez ha llegado momento de entrar al quirófano y realizar una cirugía mayor con la constitución en la mano.

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