Raúl  Asensio

está revuelta. En Francia, Italia y España, y con menor intensidad en otros países, decenas de miles de inundan las carreteras con sus tractores, realizan bloqueos, ingresan en las ciudades y tratan de hacer sentir su malestar. Demandan una mayor sensibilidad de las autoridades frente a los problemas específicos del mundo , pero también, de una manera más amplia, que sus voces se escuchen y sean tenidas en cuenta por quienes toman las grandes decisiones.

Estas protestas van más allá de las disputas ideológicas. Ocurren en países en los que gobierna la izquierda (España), el centro (Francia) y la extrema derecha (Italia). Los campesinos europeos consideran que el sistema político los excluye, que sus intereses cuentan menos que los de los habitantes de las ciudades y que existe una casta político-tecnocrática que pone en peligro su forma de vida. En algunos casos, la retórica puede incluso recordarnos a las protestas que sacudieron el Perú en los primeros meses del año pasado. “Fracasa la toma de Madrid”, titulaba un medio español hace unos días (“Diario de Sevilla”, 10 de febrero).

Por supuesto, existen enormes diferencias. Ni las condiciones de vida ni los referentes ideológicos ni el ecosistema político ni la historia son los mismos. Sin embargo, esta coincidencia temporal de erupciones rurales en Europa y América Latina es demasiado sugerente para pasarla por alto. Si bien en cada caso existen factores locales, es posible sentir las reverberaciones de un proceso más profundo: la creciente desafección entre los ámbitos urbanos y rurales en gran parte del planeta.

Esta desafección siempre ha existido. La desconfianza y la rivalidad entre el campo y la ciudad son fenómenos recurrentes. Sin embargo, las controversias suelen ser más intensas en los períodos de transformación política, social, económica o cultural, cuando las costuras de lo que podríamos llamar el pacto de convivencia urbano-rural se cuestionan y resquebrajan. Basta pensar en las rebeliones campesinas de la era de la reforma protestante, en las primeras etapas de la revolución industrial o durante las revoluciones francesa y rusa.

Salvando las distancias, ahora podríamos encontrarnos en un momento similar. Producto de la globalización y de las enormes transformaciones de las últimas décadas, el pacto de convivencia urbano-rural, siempre precario y sujeto a continuas negociaciones e imposiciones de fuerza, parece haber entrado en crisis. Ambas partes se sienten amenazadas y se han puesto en guardia.

La fractura tiene componentes objetivos y subjetivos. No se trata, como a veces se ha dicho, de que la calidad de vida de los habitantes del mundo rural haya disminuido. Por el contrario, casi todos los indicadores muestran mejoras significativas: esperanza de vida, ingresos, acceso a servicios, educación. Incluso en equidad de género vemos avances. Sin embargo, estos cambios positivos han estado acompañados de una creciente sensación de desposesión, de pérdida de poder y de control por parte de los habitantes rurales sobre sus propias vidas y territorios.

En parte como resultado de los avances tecnológicos y en parte por el efecto acumulado de cambios demográficos, políticos y económicos, el poder se ha concentrado. Quienes viven en el agro sienten que sus opiniones importan muy poco, que las cosas verdaderamente relevantes se deciden en las grandes ciudades y que su voz no se escucha ni siquiera en aquellos temas que les afectan directamente. Quizás ahora viven mejor, pero su capacidad para controlar su futuro ha disminuido o al menos así se percibe como consecuencia de la creciente concentración de la población, el dinamismo económico y el poder político y cultural en las grandes urbes.

En las ciudades, estas tensiones han llevado al resurgimiento de formas de discriminación y desprecio que ya creíamos superadas. Negando la capacidad de los habitantes rurales para defender sus propios intereses, a quienes protestan se los acusa de ser marionetas de la extrema izquierda (Italia, el Perú), de la extrema derecha (España) o de ambas al mismo tiempo (Francia). En contrapartida, en las zonas rurales se han potenciado los discursos contra las ciudades y, sobre todo, contra las capitales. Acusaciones similares a las que recibe Lima podemos escucharlas contra Madrid, París o Roma. El resultado es una vorágine de desencuentros, estereotipos, rencores crecientes y aprovechamiento político.

A quienes vivimos en las ciudades el malestar rural no solo debe importarnos por cuestiones éticas, sino también pragmáticas, pues afecta al conjunto de la sociedad. En algunos casos, el desapego se traduce en polarización política. Cada vez es más frecuente que los sectores urbanos y rurales apoyen a candidatos diferentes o que tomen posiciones opuestas en decisiones críticas para el futuro de sus países. Lo hemos visto en el Perú, Estados Unidos, Turquía, India, Polonia o en el Reino Unido con el ‘brexit’. En otros casos, la confrontación deriva en protestas, marchas o bloqueos. Como vimos durante los meses que siguieron al frustrado golpe de Estado de Pedro Castillo, cuando el malestar rural se combina con otros factores locales puede convertirse en un material inflamable de gran virulencia. De ahí la importancia de comprender sus raíces y fundamentos para evitar quedar atrapados en una era de impredecibles rebeliones rurales.

Raúl Asensio es historiador e investigador principal en el Instituto de Estudios Peruanos (IEP)

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