La muerte de la reina Isabel II supone la pérdida de una figura de enorme importancia a nivel mundial, hecho confirmado por la avalancha de homenajes de los líderes mundiales y la efusión de dolor en todo el planeta. Concluye un reinado de 70 años que la convirtió en la monarca más longeva de la historia británica. Sin embargo, su muerte coincide con un período de incertidumbre económica en Gran Bretaña (GB), el peor de los últimos 40 años, con una primera ministra sin experiencia al frente.
El reinado de la reina Isabel fue extraordinario no solo por su longevidad, sino por la sensación de continuidad y transformación que trajo consigo. A partir de 1952, fue testigo del declive del dominio industrial británico y del auge de la Guerra Fría, terminando su reinado en la era de las redes sociales y el ‘brexit’. Su estoicismo y su sentido del deber sobrehumano hicieron reflexionar incluso a sus críticos más duros, que condenaron una vida de privilegios que le dio una fortuna personal estimada en US$500 millones. Su muerte, a los 96 años, deja un vacío en la vida británica, así como en sus antiguas colonias, donde fue jefa de la ‘Commonwealth’.
En los próximos meses se cuestionará la idoneidad de su hijo mayor, el rey Carlos III, para ocupar su lugar. El heredero al trono, que se divorció de la princesa Diana justo antes de su muerte en 1997, es un apasionado tradicionalista y ecologista. Mientras que su madre era discreta y rara vez comentaba cuestiones políticas, Carlos es franco y divide a la opinión pública. Su mayor tarea será mantener la relevancia de una monarquía constitucional en una GB cada vez más multicultural e igualitaria.
Un rito de paso aún más duro le espera a su nueva primera ministra, Liz Truss, conservadora que se convirtió en líder solo dos días antes de la muerte de la reina Isabel. Truss tiene la ardua tarea de sustituir al carismático pero moralmente defectuoso Boris Johnson. En su lista de asuntos de política exterior destaca el inminente conflicto político con la Unión Europea sobre quién controla la frontera entre la provincia británica de Irlanda del Norte y la República de Irlanda, después de que el Reino Unido abandonara la UE e Irlanda no.
Más alarmante aún es la amenaza de una inminente recesión económica, como no se ha visto desde que Margaret Thatcher llegó al poder en 1979. A pesar de ser nexo de servicios financieros de primer nivel, de su mano de obra cualificada e innovación tecnológica, GB se enfrenta a una fuerte recesión económica, provocada por el gran gasto público durante la pandemia, la agobiante deuda pública y el aumento de los precios de los alimentos y la energía. Solucionar inmediatamente el dramático aumento del coste de vida –con una inflación que ya alcanza el 10%– estaría más allá del poder de cualquier político.
En el fondo, el problema es que la energía, sobre todo el gas, no fluye con normalidad. Aunque GB no compra gas a Rusia, depende en gran medida de proveedores extranjeros que han subido los precios debido al conflicto en Ucrania. El resultado son unos costos energéticos que la mayoría de los británicos no puede pagar. En su primer acto como primera ministra, Truss se comprometió a limitar la factura energética anual de los hogares hasta el 2024, con un costo equivalente a unos US$150 mil millones para el contribuyente británico.
“Tiempos extraordinarios requieren medidas extraordinarias”, dijo Truss en defensa de la medida. Es un paso audaz para una líder conservadora, que aboga por una menor y no mayor intervención gubernamental. Pero no tenía otra opción: las repercusiones sociales de dejar que los precios de la energía suban sin control son impensables para un gobierno que perdió gran parte de la confianza de los ciudadanos con Johnson. Los mercados son cada vez más escépticos en cuanto a la capacidad del Reino Unido para gestionar su economía a corto plazo, hecho que se refleja en una dramática caída del 15% este año de la libra esterlina frente al dólar, hasta el punto de que, por primera vez en sus 250 años de historia conjunta, ambas monedas podrían valer casi lo mismo en Navidad.
Así pues, mientras Gran Bretaña asimila la pérdida de su querida monarca, debe confiar en una segunda Isabel para neutralizar un cóctel tóxico de problemas económicos. Para una política con fama de astuta e imprudente, la crisis exigirá una gestión juiciosa y creíble, y un estoicismo y sabiduría de reina.