El presidente Pedro Castillo pronto se irá y, si bien todo puede empeorar, el Perú no se jodió hoy. El ‘boom’ económico que inició en el 2003 y que empezó el desastre del último quinquenio, también guarda la clave para arreglarlo.
El ‘boom’ creó nuevas oportunidades de trabajo y aumentó nuestro consumo, calentando la economía, que, junto con programas para reducir la pobreza, creó una nueva clase media (NCM).
Con mayores ingresos, los peruanos mejoraron su calidad de vida mientras las empresas generaban riqueza, avances que también parecían equilibrar la balanza social. El acceso a servicios y espacios antes restringidos prometían una sociedad más nivelada. Asimismo, habiendo vivido los beneficios de la democracia con una generación más educada, el país heredaba una cultura democrática más demandante.
El Perú era invencible. Disminuía la pobreza, creaba riqueza y afianzaba su NCM. La que, con más razones y recursos, entendía mejor sus derechos y cómo defenderlos.
Sin embargo, el mundo empezó a desacelerarse con la crisis financiera del 2008. Los vientos que crearon la NCM se disipaban y los peruanos corrían para proteger lo ganado.
Luego del ‘boom’, la debilidad del Estado incrementó por el éxodo burocrático, escándalos de corrupción y políticos que solo habían corrido la ola. Aparte, una nueva generación, más liberal y que rechazaba el conservadurismo, empezaba a votar. Pero, más importante, los problemas de la NCM generaban luchas de intereses jamás vistas.
El Perú post-2014 era distinto al pre-2003. Aún enfrentaba problemas viejos, como la desnutrición o el desempleo, pero el ruido político saltaba al intentar resolver problemas nuevos como mejorar la educación universitaria o el transporte público.
Si antes estos problemas eran sectoriales y requerían respuestas técnicas comprobadas, ahora eran multisectoriales con menos ejemplos internacionales. Si antes podían resolverse en pequeñas dosis y aprobarse con amplias mayorías, ahora grandes cambios necesitarían reformas profundas y acuerdos mínimos dado que ambos lados de un debate tendrían suficiente representación para presionar al Legislativo o al Ejecutivo.
Finalmente, todo explotó el 2018. La derecha manejaba el Ejecutivo y el Legislativo, pero la presión de intereses opuestos los incineró.
Desde entonces, esta presión sigue cobrando víctimas, oscilando entre izquierda y derecha. Presión iniciada por demandas opuestas, agravada por problemas complejos, catalizada por trastornos crónicos nacionales (miopía y disenso), inflamada por corrupción y encendida por diversos agentes, especialmente políticos. Todo recae sobre los peruanos, quienes no logran escapar del incendio.
La posible salida del presidente nos dará otra oportunidad para no repetir el último quinquenio. Habrá que prepararnos, empezando por aceptar que el Perú cambió y que más de lo mismo no funcionará. Adaptándonos al hecho de que somos un país de ingreso medio en el que intereses con poderes similares colisionan. Aceptando que la siguiente fase de desarrollo está atada a grandes reformas que se basarán en consensos. Y entendiendo que apagar el incendio no es el trabajo de una sola persona o de una sola administración, sino la labor y un proceso de toda una generación.