Por décadas hemos buscado cómo modernizar nuestro Estado e incorporarnos en la globalización comercial, cultural y tecnológica de nuestros tiempos. Hemos alcanzado grandes logros en ese empeño.
No obstante, hay un aspecto central en el que fallamos con insistente frecuencia y que arruina todos nuestros pasos hacia la prosperidad: consolidar nuestro Estado democrático de derecho. La construcción de las sociedades modernas significó la adopción de reglas, reducir la incertidumbre y el abuso del poder. El Estado de derecho, centrado en el imperio de la ley, así como en la defensa y protección de los derechos humanos, representa el gran salto del absolutismo a la modernidad, la participación y la inclusión. En nuestro país, relativizamos, con demasiada facilidad, este principio fundamental para la existencia de una sociedad más libre, segura e inclusiva.
Los conflictos sociales se agudizan, se activan y se vuelven violentos. Lo que debería ser una oportunidad natural para la mejora de nuestra convivencia, termina convertida en un enfrentamiento muchas veces mortal en el que todos perdemos, pero especialmente los más vulnerables. Los gobernantes se suceden y todos se equivocan, sin importar su ideología, al no comprender que los conflictos son un indicador claro de las fallas del gobierno, del mercado y de la gobernanza, antes que un fenómeno meramente guiado por el interés egoísta de sus protagonistas, aunque también los haya.
Un Estado democrático de derecho significa respeto a la ley, cumplimiento pleno de los contratos suscritos de buena fe y vocación de diálogo a través de los mecanismos disponibles. En esto, fallamos todos (Estado, empresa, comunidades y ciudadanos) y nos perjudicamos todos de una u otra manera.
Lo que viene ocurriendo con Las Bambas es crítico y también lo es la pléyade de conflictos en el Perú. Los conflictos en Apurímac, Cajamarca o Loreto no se resuelven solamente con mesas técnicas que duran lo que dura un gobernante ni mucho menos con comisiones de “expertos” que no conocen siquiera la zona. Se requiere involucrar a la población, articular interlocutores válidos, operar de buena fe desde antes de que se inicien los proyectos, acompañar a los ciudadanos en sus comunidades y a los empresarios también en sus relacionamientos comunitarios. Necesitamos un Estado menos entrometido en luchas intestinas o en la vida privada de los ciudadanos, y más presente en la zona de los proyectos a través de su función central: las políticas públicas.
El canon, las regalías y los impuestos deben estar al servicio de los ciudadanos y sus necesidades. Es en estas zonas donde el servicio civil tendría que operar con esa modernidad y eficiencia de resultados impecables y no con una burocracia distante. Es inaceptable que una comunidad tenga que rogar por servicios de agua, educación, salud, carreteras, con los privados, cuando –sin negar su responsabilidad de retornar al país los beneficios que se obtienen de nuestras tierras– es claro que eso es parte de las obligaciones estatales.
Cada proyecto extractivo exigiría la existencia de una comisión multisectorial ad hoc que se encargue de que nuestros ciudadanos gocen de mejores servicios públicos, de engranar las actividades locales con las actividades extractivas y de generar valor público con la presencia de una gran empresa en el desarrollo local. La industria extractiva no puede seguir siendo una estrategia que se mide por cálculos presupuestales o de recaudación, sino de efectividad en el desarrollo local a través de sus políticas efectivas. El Perú podría contar con programas presupuestales estratégicos derivados y orientados a hacer realidad los derechos de nuestros ciudadanos en las zonas extractivas.
Recuperar la confianza en el Estado que reclamamos desde la Defensoría del Pueblo durante mi mandato está más vigente que nunca: las recomendaciones que hicimos tuvieron y tienen la vocación de aportar a mejorar la gobernabilidad del país. Finalmente, no todo es cuestión de dinero: el respeto de derechos y la satisfacción de las necesidades de la población se hacen vigentes en las políticas y la gestión pública con enfoque de derechos. Como decían los maestros apurimeños de antaño, por algo el poncho no tiene bolsillos.