En la vorágine del desarrollo de las nuevas formas de analizar y mirar críticamente nuestra realidad, es fundamental dar un paso hacia atrás, cada cierto tiempo, para observar el debate público: ¿dónde se enreda? ¿En qué se concentra y hacia dónde va? Recientes sucesos políticos y sociales nos han demostrado, una vez más, que como sociedad toleramos las violencias contra las mujeres. Pero, ¿hasta qué punto las facilitamos?
La Encuesta Nacional sobre Relaciones Sociales (Enares) del 2019 evidencia un arraigo profundo de valores colectivos en nuestro país que justifican, o cuando menos toleran, la violencia contra la mujer. Ya en el 2019 la mayoría de encuestados consideraba que el proyecto de vida de las mismas debía ocupar un lugar secundario frente a su “rol como madre o esposa”, que la infidelidad de las mujeres merece “alguna forma de castigo”, que su vestimenta es una señal de provocación sexual y que estas siempre deben estar sexualmente disponibles para sus parejas.
Es fundamental prestar atención a las cifras, pero también analizar las percepciones sociales y el esquema de valores y disvalores sociales que las sostienen. Las violencias contra las mujeres no son un tema individual o sucesos aislados, sino la realización/ejecución de un sistema de valores y disvalores sociales que hemos sostenido históricamente. Pensemos en las veces en las que hemos ignorado o sido indiferentes frente a episodios violentos a nuestro alrededor. Estamos siendo partícipes de esta violencia cada vez que culpamos a la víctima, o a su madre (otra mujer), por no haber estado presente; o cuando relativizamos los hechos al calificarlos como “no tan graves”. Participamos activamente del ciclo de violencia cuando exaltamos la cultura de la masculinidad como conquista sexual, sin incluir conversaciones sobre el consentimiento o el significado de un “no”. Hacemos parte del ciclo de violencia cuando devaluamos el trabajo doméstico como un “no trabajo” de las mujeres y nos burlamos de los varones que lo realizan. Cuando educamos con frases como “si te jala el pelo es porque le gustas” y cuando reprimimos al niño por llorar. Cuando obligamos a los niños a “darle besito” al adulto a quien rechazan, o cuando “a correazos” afirmamos: “te pego porque te quiero”. Relativizamos las violencias desde pequeños y les (nos) imprimimos la idea de que esta hace parte “del amor”. ¿Cómo entonces la violencia nos sorprende? ¿Y por qué asumimos que “el agresor” está afuera si está en nosotros y nosotras?
La conmemoración de los muchos logros de derechos civiles para las mujeres en nuestra sociedad es algo resaltable. No obstante, el camino recorrido no puede cegarnos frente al largo trayecto que aún nos queda por recorrer. Ajustemos los disvalores sociales que sostienen, toleran y facilitan las violencias contra las mujeres y examinemos nuestro rol en la eliminación de los mismos. Criminalizar incidentes particulares de violencia aquí y allá no generará, por sí solo, consecuencias sostenibles. Demos un paso atrás y evaluemos el rol de la educación básica regular, nuestra valoración de lo femenino y lo masculino, de qué nos reímos, los contenidos en publicidad y medios de comunicación, y nuestras propias narrativas.
Podemos seguir sumándonos a los discursos que se difunden en marzo y se olvidan en abril o podemos embarcarnos en un análisis más crítico y sistémico de nuestra sociedad para la búsqueda de soluciones que no nos lleven a otros 200 años de vida republicana en los que los derechos, la capacidad y las voces de las mujeres todavía estén en cuestión.
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