Los atentados terroristas en París y la multitudinaria insurrección republicana del domingo han instalado en la agenda mundial y local el debate sobre la libertad de expresión.
A diferencia del 9/11, esta vez el blanco del terror integrista no es el símbolo del capitalismo, sino directamente los valores de una sociedad democrática. Por eso cuatro millones de franceses salieron a las calles en la manifestación más grande de su historia. Defendían la libertad, el Estado laico y el derecho a blasfemar.
Si hay libertad de expresión, entonces no hay delito de blasfemia. ¿Pero defendemos el derecho a la blasfemia en el Perú?¿Hasta qué punto creemos con firmeza y claridad en la libertad de expresión?
Un ministro dispara tuits difamatorios y la primera ministra dice que respeta su libertad de expresión, citando a Voltaire.
Periodistas que se consideran liberales dicen orgullosamente “No soy Charlie” y se preguntan si la libertad de prensa debería tener límites más allá de los que impone la ley. Se lee entre líneas que los humoristas franceses se la buscaron. ¿Por qué se arriesgaron a dibujar a Mahoma si sabían que los podían matar?
Desde la izquierda también se escucha fuerte “No soy Charlie”, porque la visceral crítica al fundamentalismo musulmán del semanario galo les parece políticamente incorrecta. Lo acusan de pecar de islamofobia. Recordemos que “Los versos satánicos” marcan el nacimiento del término ‘islamofobia’, inventado por algunas mentes del integrismo islamista para confundir la crítica legítima a una creencia religiosa con el racismo. La amenaza a Rushdie fue el anticipo de una era que recién comienza.
Nuestros políticos conservadores y pensadores católicos tampoco son fans de “Charlie Hebdo”. A diestra y siniestra, se asume que deberían existir ciertos límites a la libertad de expresión.
Se confunde la difamación, que es un delito, con el derecho a la blasfemia, es decir, a cuestionar creencias, destruir símbolos, acabar con tabúes y expandir los límites de la libertad de pensamiento. Nada más poderoso para hacerlo que el humor.
Asumimos a medias que somos un Estado laico, una cultura en libertad, una república verdadera.
Confundimos el humor crítico e irreverente de periodistas y artistas, que son pilares de una sociedad libre, con diarios que usaron fondos públicos para difamar e insultar. Incluso tenemos un ministro que confunde la apología al terrorismo con el teatro y el teatro con la política de Estado.
Si una obra de ficción y la menor crítica parecen desestabilizarlo, ¿cuál sería su estado psíquico cuando un valiente periodista de “Caretas” denunciaba, a fines de los 80, atrocidades cometidas por sus compañeros de armas? El hecho de que Urresti pueda ser ministro del Interior siendo procesado por asesinar a un periodista demuestra cuánto valoramos la libertad de expresión.
No olvidemos que en el Perú hubo una quema de libros en pleno siglo XX, por decisión de un connotado político que luego fue candidato presidencial, senador de la República y no hace mucho miembro del Tribunal Constitucional.
La libertad de expresión no es nunca relativa, es un absoluto. Por eso el último domingo vimos en las calles de París niñas con lápices en el pelo y cartelones de “Je suis Charlie” cantando “La Marsellesa” y explicando muy articuladamente que habían salidos a las calles para defender la libertad.
Seremos una república plena el día que millones de peruanos salgamos a las calles no solo para ir a la procesión del Señor de los Milagros, sino para defender las libertades por las que cantamos erguidos el himno nacional.