El debate sobre la aprobación del Gobierno Australiano de prohibir las redes sociales a menores de 16 años plantea una pregunta crucial: ¿es más efectivo prohibir o educar? Si bien la intención de proteger a menores es válida, imponer restricciones puede agravar los problemas en lugar de solucionarlos.
Prohibir redes sociales puede desencadenar la “reactancia psicológica” (Brehm, 1966), un fenómeno en el que, particularmente los adolescentes, al sentir que su libertad está limitada, desarrollan un mayor deseo de transgredir la norma. Esto los llevaría a crear cuentas falsas o buscar acceso clandestino, exponiéndose a entornos digitales aún más riesgosos, sin supervisión ni guía adecuada.
Además, la prohibición puede intensificar la curiosidad por lo prohibido, al mismo tiempo que los desconecta de espacios esenciales para la socialización y la construcción de identidad propios de estos tiempos. Las redes sociales son hoy una herramienta central en el desarrollo desde la adolescencia temprana, y eliminarlas podría alienar a los jóvenes de sus pares y de un mundo cada vez más digitalizado. Prohibir su uso podría limitar oportunidades de socialización, aprendizaje y creatividad.
Por el contrario, la educación digital tiene un impacto más profundo y duradero frente a una realidad inevitable. Enseñar a los menores a identificar riesgos, gestionar su tiempo en línea y navegar de manera crítica y ética no solo los prepara para usar las redes sociales de forma responsable, sino que también les otorga habilidades que pueden aplicar en otras áreas de su vida.
Esto implica involucrar a padres, educadores y empresas tecnológicas en la promoción de un entorno seguro, eso es fundamental. Establecer límites razonables, usar controles parentales y fomentar el diálogo abierto son estrategias más equilibradas y efectivas que una prohibición total.
La propuesta de regulación del Gobierno Australiano de redes sociales para evitar su uso activo (y adictivo) por parte de niños y adolescentes genera más preguntas que respuestas.
El uso por parte de menores y adolescentes de diversas redes sociales que tienen límites de edad para, precisamente, evitar un uso inadecuado refleja que los mecanismos de control etario se superan fácilmente sin un mayor control al alterar las fechas de nacimiento o declararse como mayor de edad, sin un proceso de comprobación fehaciente. Pero resulta que el uso de esas redes ha sido fomentado tanto desde las relaciones sociales (inclusión y tenencia de esas redes), educativas (las escuelas han creado espacios de información para estudiantes en dichas aplicaciones), hasta de integración social y espacios para poder hablar sobre sus propias problemáticas.
Más de uno dirá que se pueden malutilizar por terceros que afecten a dichos menores y eso es cierto. Pero no es necesariamente una medida de control etario lo que evitará que no usen esas plataformas (aunque las empresas propietarias buscarán evitar el uso para no ser sancionadas), sino que comenzarán a utilizar otras redes fuera del control del Gobierno Australiano o del conocimiento de los padres y madres (salvo que también hagan control de tráfico de contenidos y puedan detectar usos de otras redes).
La tecnología digital ya no es un elemento “nuevo” en las relaciones humanas, sino fundamental para mantenerse tanto “conectado” como “integrado”; el desarrollo regulatorio tiene que entender las diferencias en el uso de las herramientas tecnológicas (las conductas) y no regular las tecnologías en sí mismas, pero no puede dejar de educar, sobre todo a los más jóvenes, en materias de ciberseguridad y protección de datos personales.
Esto me lleva a una pregunta. ¿Cómo están enfrentando este fenómeno digital el Gobierno y la sociedad peruana?