El reciente fallo vía casación (N°1464-2021/Apurímac) de la Corte Suprema no dice nada que no sepamos desde los primeros años del presente siglo, específicamente a raíz del famoso ‘arequipazo’ durante el gobierno de Alejandro Toledo, cuando se produjeron múltiples desmanes por el intento de privatización de dos empresas eléctricas regionales.
Se supone que no existe peruano o peruana que no sepa que bloquear una carretera, vandalizar propiedad pública o privada, o afectar cualquier infraestructura –sobre todo aquella que sirve para que terceros ejerzan a plenitud sus derechos– es un delito. Permitir este último por la legitimidad de una expectativa incumplida o por algún eventual acto de injusticia sería el reino de la barbarie.
Un delito aquí y en muchos países de la órbita occidental u oriental, con gobiernos de derecha, de centro o de izquierda. El principio es elemental: todos tenemos la facultad de hacernos escuchar, de protestar con toda la fuerza y contundencia que sean necesarias, sin afectar a quienes no comulgan o participan de similar opinión o situación.
He participado en marchas y protestas desde que tengo 17 años por una gran diversidad de móviles. No me arrepiento de haber acudido a ninguna de ellas. Pero, desde mi época universitaria hasta las manifestaciones a las que he asistido en los últimos dos años, nunca se me ha ocurrido que el vandalismo o la agresión abierta a la policía sumaran a mi propósito. Mucho menos, buscar premeditadamente una represión brutal para luego reivindicar muertos.
La casación que comento claramente no está dirigida a las personas que comparten la convicción que expreso arriba, sino a quienes instrumentalizan las protestas como actos de violencia y agresión abierta a los agentes del Estado, o a la infraestructura pública o privada, ya sea para obtener una respuesta tan o más violenta o como extorsión para lograr sus fines.
Es el caso de los sucesos ocurridos tras el 7 de diciembre del año pasado. Los organizadores y financiadores de los desmanes (que derivaron en actos de terrorismo) siempre apostaron, ya sea a una no respuesta (violentar el principio de autoridad, como suele suceder en el país) o al uso de la fuerza con saldos trágicos (como sucedió), para legitimarse políticamente.
El fallo marca un hito clave para hacer frente a una narrativa perniciosa y sesgada que desarma a la democracia y a la legalidad frente a sus enemigos.