La historia de la humanidad está llena de ritos culturales o religiosos a través de los cuales se imploraba el perdón de los dioses, el cual se traducía en el arribo de las lluvias y la desaparición de las plagas que mermaban las cosechas.
Antiguas civilizaciones, como la mochica o maya, por citar dos ejemplos, sufrieron las anomalías climáticas y buscaron en la religión la salvación de sus formas de vida, muchas veces sacrificando la vida de miles de personas, entre ellas mujeres y niños.
Las clases dirigentes del mundo antiguo fundaron su poder en su capacidad de ser los intermediarios entre los hombres y sus dioses, a quienes se les atribuía el poder de dominar el clima y, a través de él, la sobrevivencia de millones de personas.
Hoy en Lima, gobiernos de todo el mundo buscan definir los sacrificios, solo económicos afortunadamente, que las civilizaciones deberán realizar para mantener cierta estabilidad climática y, así, minimizar los riesgos y las consecuencias que traería un aumento de la temperatura global por encima de los 2 grados centígrados.
Evitar el calentamiento global pidiéndolo a los dioses no constituye una opción para nuestra generación. Ya lo dijo el papa Francisco: “Dios perdona siempre, los hombres algunas veces, el planeta nunca”.
Las negociaciones entre gobiernos afrontan varios problemas por vencer, uno de ellos es resumido por las conductas de ‘free rider’ que podrían adoptar algunos países (economías). Es decir, cualquier sacrificio que haga un país por bajar sus emisiones de gases de efecto invernadero beneficiará a todo el planeta, incluido países que no hicieron nada. Por ello, todos se miran los unos a los otros.
Se requiere una acción global. Lo contrario, en un principio, generaría desequilibrios económicos entre los diversos mercados mundiales, con obvias consecuencias en el comercio internacional y el crecimiento de las economías, que terminaría beneficiando a los países indiferentes y perjudicando (al inicio) a los países que sí actuaron con responsabilidad y justicia intergeneracional.
Otro problema que enfrentan los negociadores es su propia naturaleza mortal. Preferimos gozar hoy en lugar de mañana. Es decir, los beneficios futuros, al ser inciertos, son castigados a través de un concepto económico que los economistas llaman tasa de descuento. A mayor incertidumbre respecto del futuro, mayor será la tasa de descuento, y, por lo tanto, menor será el valor que le atribuya a los beneficios futuro cuando los compare con los sacrificios del presente. Del mismo modo, percibimos erróneamente que los sacrificios presentes son más duros que los que vendrán en el futuro.
Desafortunadamente, las generaciones futuras no están presentes para negociar la pertinencia o valor de este factor económico.
Sin embargo, ayer como hoy las fichas son las mismas. Aunque quizá se encuentren algo movidas, se requieren sacrificios para que el planeta no condene a los estratos más desprotegidos de nuestras sociedades al hambre, la miseria y la muerte. A los hombres y mujeres dirigentes se les pide adoptar la sabiduría e infinita compasión que en el pasado le implorábamos a los dioses.