“La mesa de diálogo y sus sillas siguen estando vacías. Y no parece que los llamados a ocuparla tomen asiento”.
Prácticamente desde que empezó la invasión de Rusia a Ucrania, allá por fines de febrero, una de las preguntas con que eran asediados expertos e internacionalistas era la de cuánto tiempo duraría la guerra. Mucho de análisis, un poco de futurología y un menú variado de respuestas se han sucedido desde entonces.
Con el invierno a la vuelta del próximo soplo de viento helado y estando cada vez más cerca de cumplirse un año de la conflagración entre rusos y ucranianos, la pregunta no ha perdido vigencia, por desgracia. Y, entonces, surge con fuerza otra: la de si es que no ha llegado ya la hora de negociar la paz.
Desde hace un mes, cuando empezó la lluvia de misiles rusos sobre la infraestructura energética ucraniana –que tiene el claro objetivo de minar el ánimo de la población, dejándola a oscuras y sin calefacción en esta época del año–, retomaron también ambas partes el discurso de las negociaciones que pongan fin al conflicto, pero más como una obligación que como un interés real.
Solo así se explica que esta misma semana el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, haya dicho que depende de Kiev poner fin a la guerra: “Puede terminar mañana mismo, si [Volodimir Zelenski, mandatario de Ucrania] así lo desea”, dijo con una sonrisa de medio lado que esconde más cinismo que realismo.
Realismo que también le falta a los cinco requisitos o condiciones puestos por Zelenski a Moscú a principios de noviembre para entablar diálogos de paz; entre ellos, la restauración de la integridad territorial, el pago de todos los daños causados por la guerra y la garantía de que esto no volverá a ocurrir. Por maximalistas, ciertamente difíciles de cumplir.
También EE.UU., principal aliado del estado invadido, le viene dando más vueltas al asunto. Y, espinoso como es, no encuentra consenso. Tenemos así al general Mark Milley, el militar de mayor rango del país, como uno de los partidarios de la negociación luego de que Ucrania consiguiera algunos éxitos en el campo de batalla.
El jefe del Estado Mayor Conjunto Estadounidense ha trazado un paralelo de la situación actual en el este de Europa con la que se vivía hace poco más de un siglo en el Viejo Continente, durante la Primera Guerra Mundial, recordando que se llegó a un punto muerto entre ambos bandos en cierto momento y que no se aprovechó para conversar, lo que derivó en tres años más de combates y un impactante balance de entre 17 y 18 millones de muertes.
Pero ni el presidente estadounidense Joe Biden, ni su asesor de seguridad nacional, Jake Sullivan, comparten tal punto de vista y ya la Casa Blanca se ha apresurado en aclarar que no está presionando a Ucrania para sentarse a dialogar.
Por ahora, esa mesa de diálogo y sus sillas se siguen viendo vacías y, lamentablemente, no parece que en el corto plazo los llamados a ocuparla tomen asiento para poner las cartas sobre el tablero.
“La posibilidad de que las partes inicien un diálogo de paz se vislumbra sombría”.
Inexorable y al compás de los bombardeos rusos, la Navidad va asomándose en Ucrania. El Adviento, sin embargo, no promete la instalación de una mesa de negociaciones. Mucho menos que tras nueve meses de guerra le demos la bienvenida a la paz.
Desde el frente ucraniano no repica ni el eco lejano de las campanas de Belén. Los generales no parecen dispuestos, de momento, a callar el estruendo de esta guerra fratricida y los llamados al diálogo de Ucrania y Rusia no suenan a consignas irénicas. Más bien, de no tratarse de una tragedia, estarían delatando una cierta ironía.
A finales de octubre, el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, barajó la posibilidad de un diálogo con Moscú, basado en la restitución de los territorios ocupados y en la retirada total de las tropas rusas más allá de los confines reconocidos internacionalmente en 1991. En esa misma fecha, irónicamente, Rusia ubica su ‘casus belli’. Según se lee en un documento confidencial, tras la disolución de la Unión Soviética la OTAN se comprometió a no expandirse hacia el este. Una promesa aparentemente incumplida ya desde el 2008, cuando se ofreció a Ucrania y Georgia el ingreso en la Alianza, y finalmente rota con la más reciente apertura a los vecinos rusos del Báltico.
Rusia, por su parte, aceptaría la paz siempre que Ucrania se rinda y que Occidente deje de apoyarla. Kiev y sus ‘aliados’ lo harían si Moscú se retira, sin descartar que pague los daños de guerra y responda por los crímenes de lesa humanidad denunciados. En otros términos, lo que ambos piden a su contraparte es una rendición sin condiciones, concebible –según la lógica militar– solo de darse una derrota del enemigo en el campo de batalla.
Dado el contexto, la posibilidad de que las partes inicien un diálogo de paz se vislumbra sombría, ya que sin conjurar una escalada del conflicto es poco probable que los dos países midan y medien intereses.
¿Debería entonces Ucrania tomar la iniciativa inspirada en la cita “Pax, vel iniusta, utilior est quam iustissimum bellum”?
Respondería a un instinto pacifista, mas no a la lógica política. El presidente Zelenski, un actor cómico que a su pesar ganó protagonismo en medio de una tragedia, de momento cuenta con el respaldo de la OTAN, con los aportes de Washington –que el pasado 24 de noviembre sumaban más de 19 mil millones de dólares– y está negociando para convertirse en Aliado y socio europeo. Además, no ha logrado recuperar los objetivos clave con su contraofensiva en el sureste del país.
A pesar de ello, la “paz injusta”, sugerida por Cicerón, sería una grata noticia para el mundo, especialmente de cara a la Navidad; acabaría con una guerra que ha destruido un país y obligado a más de 12,5 millones de sus habitantes a buscar refugio allende las fronteras, que doblega a un continente con una crisis energética en pleno invierno y mantiene en vilo desde hace ya nueve meses la seguridad alimentaria a nivel mundial.