“El ridículo gesto de no entregar la presidencia pro témpore no opaca lo logrado, tampoco daña al Perú”.
Ha querido la presidenta Dina Boluarte recordar cómo y para qué se creó la Alianza del Pacífico, ahora que el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO) la ha convertido en rehén de sus rencillas ideológicas. Lo ha hecho convocando a los que firmaron la Declaración de Lima, los expresidentes Felipe Calderón (México), Juan Manuel Santos (Colombia) y los excancilleres Alfredo Moreno en representación del expresidente Sebastián Piñera (Chile) y yo en representación del expresidente Alan García, inspirador y artífice de este grupo, como se lo reconociera, hace unos años en Medellín, el expresidente Santos.
La Alianza del Pacífico se planteó en el contexto de crisis de la integración por la salida de Venezuela de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y el colapso de la Comunidad Sudamericana de Naciones, lanzada en Cusco en el 2004 y sepultada por Hugo Chávez para crear la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) que tenía mucho de cooperación política, poco de integración física y nada de integración económica y comercial.
Con Alan García, que no olvidaba el programa máximo del Partido Aprista Peruano que apostaba por la unidad de América Latina, llegamos a la conclusión de que, para hacer una “integración profunda”, debía realizarse con nuevos planteamientos. El primero sería privilegiar las afinidades en materia de políticas económicas y comerciales sobre el simple criterio de vecindad. La vecindad no es suficiente. Ello explica que esté México –lejano geográficamente– y no Ecuador –que en aquel momento tenía a Rafael Correa como presidente–, pese a ser vecino de dos países de la Alianza del Pacífico.
El segundo sería privilegiar el pragmatismo sobre la teoría o la ideología. Habíamos imitado sin suerte otros esquemas, había que hacer integración “a la carta”. Ahí donde es posible hacerla en términos económicos y comerciales, hagámosla. De tal manera que, si la prioridad de las naciones en cuestión es por el desarrollo de infraestructura, conectividad, entre otras, debíamos hacerlo de esa manera. Como decía Goethe: “Gris es toda teoría, verde es el árbol de la vida”.
El tercer planteamiento establece una membresía, al principio restringida, para que su umbral de ambición sea mayor, pues a mayor número de participantes, menores los comunes denominadores. De tal manera que la alianza crecerá a medida que se consolide y profundice.
Mirado desde la actualidad, que es el punto en el que se unen el pasado y el futuro –como diría Michel de Montaigne–, se puede afirmar que el proceso ha sido muy exitoso, goza de buena fama y tiene países en espera para incorporarse.
El ridículo gesto de no entregar la presidencia pro témpore no opaca lo logrado, tampoco daña al Perú. Afea, sí, la imagen de la Alianza del Pacífico cuando un miembro decide violar su tratado constitutivo. Más grave aún, afecta la unidad latinoamericana y su proyección internacional.
Es penoso que a una iniciativa integradora que no es ni fue política se le brinde un uso político. Penoso es también que encapsulen su dinámica de crecimiento. Pero el proceso no morirá, recuperará más pronto que tarde su dinamismo. Quizá sea necesario volver a ejercer el pluralismo ideológico en nuestras relaciones –como lo hiciéramos en los 70– y que tanto bien le hizo a América Latina.
“México y Colombia han congelado la Alianza del Pacífico, la han politizado para defender a un golpista proscrito como Pedro Castillo”.
Cansados de ensayar frustrantes mecanismos regionales de integración, cuatro presidentes echaron una nueva mirada a esa vieja aspiración. Con ímpetu inesperado lanzaron la Alianza del Pacífico (AP) y la impulsaron personalmente. Estimulados por Alan García, sus colegas Sebastián Piñera (Chile), Felipe Calderón (México) y Juan Manuel Santos (Colombia) sumaron a sus empresarios al motor presidencial que propulsó la nave que inició su travesía en el 2011. Con ese cuarteto al timonel tuvieron 17 cumbres presidenciales en 11 años (2011-2022). Un dinamismo que impresionó a la comunidad internacional.
Pero llegó el desastre político: la elección de Pedro Castillo y la arbitraria posición adoptada por Andrés Manuel López Obrador (AMLO) sobre la sucesión constitucional en el Perú, condimentada con la insidia del presidente colombiano Gustavo Petro, paralizaron la Alianza del Pacífico, un mecanismo concebido para instrumentar lo que la diplomacia peruana vislumbró desde que Torre Tagle nos afilió a la APEC (Asia-Pacific Economic Cooperation) en 1998.
El objetivo fue lograr una aproximación del Pacífico latinoamericano a las dinámicas economías del Asia y Oceanía. Su creación entusiasmó a esas regiones y a la comunidad internacional. Más de 60 países solicitaron el estatuto de observadores y algunos, como Singapur y Corea del Sur, se hicieron miembros asociados. Todos valoraron su potencialidad para proyectarse a las lejanas fronteras del Pacífico, convertido en el epicentro económico del futuro. Una suerte de ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) en nuestras costas justificaba un esfuerzo diplomático con expectativas interesantes.
Nadie esperaba, entonces, que esa feliz convergencia política se transformaría en lo contrario por la elección de mandatarios alejados en su visión y forma de encarar la proyección internacional de sus países. Menos aún, que disputaran la presidencia pro témpore de la AP e ignoraran la nitidez del artículo 7 de su tratado constitutivo: “La presidencia pro témpore será ejercida sucesivamente por cada una de las partes, en orden alfabético, por períodos anuales iniciados en enero”, sin añadir nada sobre su traspaso.
Pero a nadie se le ocurrió que el atrabiliario mandatario de uno de sus miembros, AMLO, se arrogaría la facultad de desconocer esa norma clave para el funcionamiento de la organización y vulnerara el principio de no intervención, antigua piedra angular de la política exterior mexicana.
Solo para apoyar el descarado golpe televisado de Pedro Castillo, y exhibiendo un desvergonzado machismo, AMLO calificó de “espurio” al gobierno constitucional de la presidenta Boluarte y decidió secuestrar la presidencia pro témpore de la AP. Prepotentemente, paralizó las cumbres presidenciales que fueron su principal motor. Peor aún, el mandatario colombiano Petro quiso coincidir con AMLO por afinidad política. No se escucharon las pertinentes consultas propuestas por el Perú que solo fueron delicadamente respaldadas por el canciller de Chile.
México y Colombia han congelado la Alianza del Pacífico, la han politizado para defender a un golpista proscrito como Pedro Castillo. Enhorabuena, su Consejo Empresarial (CEAP) está activo y la mantiene viva.
Felizmente los gobiernos pasan y su huella en la vida internacional suele ser efímera.