El 2016 no fue un año cualquiera para la democracia. Más allá de las frecuentes votaciones para cambiar gobernantes, este año se convocó a la gente a decidir sobre temas centrales para la vida de sus países: salir de la Unión Europea, en Gran Bretaña; apoyar un acuerdo de paz, en Colombia; o modificar la Constitución Política, en Italia. Los resultados no fueron los esperados por la opinión pública, ni los buscados por los gobiernos que los convocaron ni los que las encuestas predijeron.
La motivación de los ciudadanos para votar de una manera tan inesperada, al igual que en la elección de presidente de Estados Unidos, es, ha sido y será materia de enorme controversia en los años venideros. Uno de los aspectos más acuñados para entender lo que pasó es el de la “posverdad”, escogida como la palabra internacional del año por la Oxford University Press. El concepto denota una situación en la cual “los hechos objetivos son menos influyentes en la configuración de la opinión pública que las emociones y las creencias de las personas”.
La pregunta que resulta pertinente es si realmente estamos frente a un fenómeno nuevo. La historia nos muestra que el hombre se ha guiado mucho más por creencias y emociones que por discernimientos técnicos o científicos. Como lo recuerda el científico Michio Kaku: “Todos los indicios genéticos y fósiles ponen de manifiesto que los seres humanos modernos, que tenían exactamente el mismo aspecto que nosotros, surgieron de África hace más de 100.000 años, pero no vemos prueba alguna de que nuestros cerebros y nuestra personalidad hayan cambiado mucho desde entonces” (“La física del futuro”, Debate). Así, tenemos al hombre viviendo de creencias y mitos y guiándose por sus emociones e instintos durante miles y miles de años y recién en los últimos cuatro siglos tratando de orientarse basado en evidencias.
Gracias a sus instintos, el hombre logró sobrevivir frente a fieras salvajes de mucho mayor tamaño y descubrir las tecnologías que le ayudaron a cultivar y a cazar. Pero muchos de estos instintos son de recelo y hostilidad: hacia lo nuevo, hacia lo diferente, por ejemplo. Y erradicar esos instintos resulta casi imposible. De hecho, la razón por la cual la ciencia ha superado a la magia y otras formas de atender las enfermedades es porque funciona mejor y sus tratamientos pueden repetirse una y otra vez con resultados similares. Pero la ciencia no ha erradicado las creencias chamánicas o de otra índole sino que convive con ellas.
En la vida social los instintos llevaron a los hombres, desde la antigüedad, a hacer la guerra contra todos los otros grupos que podían arrebatarles la comida y amenazar su subsistencia. La evolución de la guerra, desde la búsqueda de la extinción del contrincante, pasando por su sometimiento como esclavos, hasta llegar a la imposición de modos de convivencia aceptables y útiles para los vencedores, es una muestra de la forma como hemos superado y modificado nuestros instintos. Pero estos siguen ahí. Y por eso en Inglaterra la gente votó contra la integración con Europa, porque su instinto señala que es mejor seguir viviendo tranquilos en su isla, sin la presencia de extraños que amenazan con quitarles el trabajo… y con ello la comida y su subsistencia.
En Colombia, el instinto llevó a muchos a castigar en las urnas a una guerrilla que durante décadas hizo mucho daño. Y la tendencia al castigo es un instinto muy superior al del perdón y la reconciliación. De hecho, dado que acaba de pasar la Navidad, vale la pena recordar que el cristianismo fue la primera religión que habló de perdonar, poner la otra mejilla y amarnos los unos a los otros (con relativo éxito si miramos la historia de la humanidad en la era cristiana).
Así, la posverdad surge cuando se usan las mentiras y las distorsiones para que la gente crea aquello que coincide más con sus instintos. El freno que tenía la civilización para evitar esto era una prensa responsable con personas idóneas que eran capaces de filtrar los datos para entregar a los ciudadanos información veraz (o al menos verificable). Sin embargo, las redes sociales han demolido este muro de contención y ahora cualquiera puede comunicar todo tipo de información sin sustento alguno y encontrar quienes –deliberada o ingenuamente– hagan eco de sus afirmaciones para producir efectos políticos.
Entender este fenómeno y saber cómo enfrentarlo definirá el futuro de la democracia.