En pleno debate sobre el envío de tanques a Ucrania es fácil olvidar que hace solo dos meses las autoridades alemanas detuvieron a 25 personas por planear un golpe de Estado de extrema derecha para derrocar al Gobierno Alemán.
Entre los supuestos insurgentes –seguidores del movimiento antisemita Reichsbürger, que afirma que todos los estados alemanes desde la Primera Guerra Mundial han sido ilegítimos– había soldados, policías, reservistas del ejército, un cabecilla aristocrático y, sobre todo, varios miembros del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD); entre ellos, un antiguo representante del Parlamento.
Las ideas de este grupo son extrañas y la trama parecía no tener ninguna posibilidad seria de éxito. Sin embargo, cabría pensar que el descubrimiento de un movimiento fuertemente armado cuyo objetivo es la eliminación del Estado desencadenaría un intenso debate en torno del nacionalismo y la violencia de extrema derecha. Al fin y al cabo, Alemania es famosa por haber asumido su pasado fascista. Pero no ha sido así. Tras algunas tibias especulaciones sobre una posible prohibición del partido, la cuestión ha desaparecido casi por completo del debate público.
Este desenlace es sintomático de un hecho inquietante: Alemania tiene un problema con el extremismo de derechas. En ninguna parte es esto más evidente que en el ascenso de AfD, que funciona efectivamente como el brazo parlamentario de un movimiento más amplio de extrema derecha. El partido, que cuenta con alrededor del 15% de los votos en todo el país y es la mayor fuerza electoral en algunas regiones, se fundó tan solo en el 2013. Y en una década ya ha dado un giro decisivo a la política del país hacia la derecha.
AfD es conocida por su agresiva postura antinmigración, pero este no era el tema central en sus inicios. La prioridad, inicialmente, era económica. Los 18 hombres que fundaron el partido en febrero del 2013 tenían un objetivo principal: que Alemania abandonara la moneda única de la Unión Europea o que la aboliera por completo. Se trataba, por supuesto, de una posición nacionalista.
Dos años más tarde, cuando más de un millón de personas procedentes principalmente de Siria y Afganistán huyeron hacia Europa, el partido estaba preparado para aprovechar la situación. Alexander Gauland, uno de los líderes de AfD, describió la crisis como un “regalo” para el partido. Con su incesante agitación contra la inmigración y una supuesta “islamización” de Alemania, AfD cambió el ambiente y provocó tensiones, sobre todo en el campo conservador. El Gobierno Alemán pronto empezó a retractarse de su respuesta inicialmente acogedora, endureciendo las leyes de asilo y aumentando las deportaciones.
AfD, mientras tanto, consolidó su posición en la escena política. En el 2017, se convirtió en el tercer partido más grande del Parlamento Alemán, liderando la oposición. Aunque su suerte electoral ha decaído recientemente, el partido ha ejercido una considerable influencia en la corriente dominante. Y, lejos de moderarlo, el éxito lo radicalizó. AfD se ha convertido en una fuerza cada vez más extremista y antidemocrática. Hoy está dominada por personas como Björn Höcke, un líder que, según una sentencia judicial, puede ser calificado legalmente de “fascista”.
El partido tiene sus bastiones en estados del este como Turingia y Sajonia, regiones donde el desempleo es mayor, se han desmantelado las infraestructuras públicas y los jóvenes se marchan cuando tienen ocasión. El abandono económico que afectó al este de Alemania tras la disolución de la República Democrática Alemana en 1990 es un factor importante en la popularidad de AfD.
Pero el partido no es, como a veces se asume, un mero fenómeno de Alemania oriental. AfD obtiene resultados de dos dígitos en algunos estados de Alemania occidental, como Baviera. Según un estudio reciente, el 23% de los alemanes occidentales dice creer que el país está “inundado de extranjeros” (la cifra en Alemania oriental es del 40%).
Detrás de este apoyo está el racismo generalizado y lo que el sociólogo Oliver Nachtwey llama una “sociedad en decadencia”. La promesa de movilidad ascendente de la posguerra desapareció hace tiempo. Casi uno de cada cinco empleados alemanes trabaja ahora en el sector de los salarios bajos, y la pobreza ha aumentado un 40% desde el 2010. En este contexto, en el que el Estado parece haber fracasado en su deber de proporcionar una red de seguridad social y un sentido de la solidaridad, la oposición de AfD a la supuesta extralimitación del Estado –sobre todo en torno de las medidas por la pandemia y las vacunas– encuentra adeptos.
Los resultados están a la vista. En una década, AfD se ha convertido en una importante fuerza política pangermana. Aunque los obreros y los desempleados están desproporcionadamente representados entre los votantes del partido, gran parte de su electorado son trabajadores de cuello blanco, funcionarios y autónomos. Es importante señalar que todos los demás partidos políticos alemanes han perdido votantes en favor de AfD en los últimos años.
El ascenso de AfD se ha producido en paralelo a un envalentonamiento general de la derecha radical. En los últimos años se han descubierto redes de extrema derecha en la policía y el ejército. La violencia ha llegado a las calles. En febrero del 2020, un supremacista blanco mató a nueve personas negras en la ciudad de Hanau. En los tres primeros trimestres del 2022, se produjeron 65 ataques contra instalaciones para refugiados, más de uno por semana. AfD no tiene un papel directo en estos ataques, pero es innegable que ha contribuido a crear una atmósfera política en la que la violencia mortal es más probable. En el caso del asesinato de un político proinmigrante en el 2019, el autor, un neonazi, era un activo simpatizante del partido.
Alemania ha sido generalmente elogiada por mantener a raya a la extrema derecha. Si bien es cierto que AfD no es tan poderosa como los partidos nacionalistas de Francia, Italia o Hungría, Alemania no ha logrado confinar a las fuerzas extremistas a los márgenes políticos. Incluso si AfD conserva entre el 10% y el 15% de los votos, deberíamos cuestionarnos a qué tipo de normalidad nos estamos acostumbrando.
La redada de los Reichsbürger y el décimo aniversario de AfD deberían suscitar un gran momento de reflexión en Alemania: hace tiempo que deberíamos habernos preguntado por las razones del éxito de este partido. Más allá de eso, es hora de desarrollar una nueva ‘haltung’ antifascista, un conjunto de posiciones claras. No más acomodación, no más normalización y no más colaboración.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times