Son signos de la época que estamos viviendo, los impresionantes paralelos entre los procesos electorales en Estados Unidos y el Perú. Quizás los más saltantes sean la mentira constante y efectiva, exacerbada por el nuevo mundo digital que pervierte a la política en burdo y peligroso espectáculo; y, por otro lado, la proliferación de la violencia al centro mismo del proceso democrático. Nos permite comprender mejor lo que pasa en nuestro país el verlo a través de este lente binocular, más amplio.
En el Perú la farándula cortesana inunda los medios y nos distrae permanentemente de la reflexión colectiva seria sobre los verdaderos problemas nacionales. Adolecemos de esa reflexión tan esencial para la democracia; pero ello parece ser ahora un fenómeno global. En Estados Unidos también el estilo farandulero estadounidense, establecido por Donald Trump en el partido Republicano –de “home shopping center”, como lo ha puesto Obama–, hace que los temas se estén discutiendo superficialmente y con frivolidad, y que los debates políticos se rebajen al nivel del insulto y la lascivia.
La violencia es también otro síntoma común, creciente y alarmante en estos procesos. Ha empezado a erupcionar alarmantemente en Estados Unidos, azuzada constantemente por el discurso inflamatorio, megalómano y xenófobo del candidato republicano. Pero entre nosotros también es alarmante no solo en la xenofobia y la violencia verbal y física del candidato del “discurso varonil”, sino además en el fervor antifujimorista y su creciente violencia.
No es poco comprensible el fervor, pero la violencia es injustificable, no solo porque irónicamente duplica el fascismo fujimorista que acertadamente rechaza, sino porque expresa igual una actitud fatal para la práctica y la convivencia democráticas. Cuando la indignación se confunde con el odio, se desencadena el caos y, eventualmente, hace su entrada funesta el terror.
El proceso electoral es un período que despierta las pasiones más oscuras, las euforias, las intrigas, incluso la violencia. Pero es también una oportunidad y una ocasión para fortalecer nuestros valores democráticos, recordándolos constantemente para pensar y actuar y decidir más allá de las ideologías, en función de los intereses que todos compartimos.
Obama advirtió hace poco y con gravedad el peligro que Trump significa para los valores de su nación. No vulneró ninguna ley de imparcialidad porque era un líder hablando más allá de la política, protegiendo un espacio para la convivencia democrática, pacífica y respetuosa de todos por sobre los partidismos y los orgullos sectarios. Nosotros, huérfanos de líderes de esa talla, podríamos quizás ir preparando el camino para candidatos mejores, afianzando nuestros valores democráticos, defendiéndolos, proclamándolos y exigiéndolos de todos.
Pero si confundimos compromiso político con fanatismo, y si sucumbimos a las oscuridades del odio y la violencia –violencia verbal o física, es lo mismo, ambas proyectan oscuras sombras– traicionaremos precisamente aquello por lo que estamos luchando todos. Mal acostumbrados por la prepotencia y la corrupción reinantes, legadas por gobiernos nefastos que debemos evitar que se repitan, es muy difícil el camino de vuelta. Pero es necesario. Sobretodo si no hemos de caer otra vez en el péndulo insoportable entre lo peor y lo menos peor, que pareciéramos seguir repitiendo como el trágico Sísifo.