Desde el momento en que Francisco Pizarro, luego de la fundación de Lima hace 481 años, procediera a su traza y repartición de solares, la naciente ciudad contó, tomando como modelo a Sevilla, con sus dos primeros alcaldes, encargados de administrar justicia, y un alguacil mayor que ejercía funciones policiales, secundado por alguacilillos y corchetes.
Durante el Virreinato y, sobre todo, en el siglo XVIII, hubo sucesivas reformas en lo concerniente a la custodia del orden público, hasta que Lima llegó a contar con una “alta policía”, encargada de proteger a la población de los ataques de gente de mal vivir, y la “baja policía” que se ocupó del aseo de la ciudad ya por entonces dividida en cuatro cuarteles y cuarenta barrios.
No todo era pacífico e idílico dentro de las murallas de la capital del Virreinato del Perú. Ocurrían robos domiciliarios, asaltos, riñas y extensa gama de faltas y delitos. La llegada de la Independencia, y la posterior República, hizo que las cosas se convulsionaran aun más, debido a las turbulencias producidas por las luchas entre caudillos militares y la proliferación del bandolerismo.
A fines de 1839 y en concordancia con la Constitución del mismo año que abolió las alcaldías dando amplias facultades a los intendentes, se promulgó el “Reglamento de Policía para la capital de Lima y su provincia”. El intendente, de acuerdo con este documento, era legislador, juez y ejecutor.
Bajo su mando estaba el Cuerpo de Vigilantes, compuesto por un comandante, ocho secciones de vigilantes a pie y dos compañías de vigilantes montados, cuya misión era patrullar los inseguros caminos y las haciendas que rodeaban Lima. En las noches, los serenos, después del avemaría, daban la hora cada sesenta minutos.
En 1847, en vista del creciente descontrol callejero, se promulgó el reglamento titulado “Obligaciones de los vigilantes”, a quienes se les conocía comúnmente como “celadores”. Lo primero que se les ordenaba era “rondar las calles de su distrito constantemente, sin pararse en parte alguna más de diez minutos y verificándolo siempre en una esquina”.
El vigilante debía prestar auxilio en los casos más disímiles: impedir un pleito, capturar esclavos prófugos, socorrer a enfermos o heridos, prohibir reuniones escandalosas, alertar en caso de incendio, impedir el galope de caballos y coches por las calles, y detener a ebrios y a quienes profirieran “palabras obscenas o escandalosas”.
Eran otros tiempos, otras circunstancias. Los vigilantes, por ejemplo, debían impedir que se lavara ropa en las orillas de las acequias que discurrían por el centro de las calles; también estaban obligados a evitar que las recuas de burros o mulas invadieran las veredas y que los cargadores molestaran a los transeúntes con sus carretillas o canastos. Lo importante era que en todo momento “hubiera paso franco” para los viandantes.
En el año 1856 se restablecieron las municipalidades y el orden público volvió a estar bajo su jurisdicción. El gran problema de los vigilantes era su extracción: gente colecticia, sin instrucción ni formación, muchos habían sido soldados.
Recién en 1873, se organizó una policía con características modernas. El personal provenía del ejército. Solo en 1921, gracias a la Misión de la Guardia Civil española, se pusieron las bases de la policía que hoy tenemos.