El pasado Halloween nos dejó infinidad de imágenes de personas disfrazadas y celebrando, pero ninguna como los niños que se hicieron fotos personificando al fiscal José Domingo Pérez. En sobrios trajes grises de oficina, camisa blanca y corbata roja, canas pintadas y lentes a lo Clark Kent, estos infantes salieron a pedir caramelos, muy empoderados, seguramente, pero también nos dejaron algunos memes de preocupación con el retrato paródico –y preocupante– del estado crítico de la justicia en el Perú.
Lejos de menguar, la parodia se ha desbordado estos días con la acción que el ex presidente Alan García ha tomado ante el inicio de las investigaciones en su contra. García, investigado por presuntos sobornos recibidos dentro del Caso Odebrecht, ha optado por pedir asilo a la Embajada de Uruguay argumentando “persecución política”. Lo ha hecho, justamente, tras el pedido del fiscal Pérez de impedir su salida del país ante su inminente fuga. Pues bien, el pedido de asilo ha despertado un monstruo indignado entre la ciudadanía, ante la sensación de impunidad que su posible otorgamiento está provocando. Y es que, si bien para una aislada minoría aprista la tesis de “persecución política” es plausible, para buena parte de los ciudadanos comunes, por el contrario, no es más que un intento de burla a la justicia.
Desde que apareció la primera referencia a algo que podrían ser sus iniciales: AG, en el celular de Marcelo Odebrecht, la mayoría de peruanos ha creído que las acusaciones contra García son reales. En ese entonces, El Comercio-Ipsos dio cuenta de que el 61% de los que estaban al tanto del caso –un 67% de los entrevistados– opinaba que las acusaciones judiciales estaban bien fundamentadas. Un año después, tras conocerse supuestos pagos al ex presidente por adjudicación de obras públicas, el porcentaje de los que lo creen culpable entre los informados se ha disparado hasta el 97%. En este escenario, su sacada de cuerpo con el asilo propicia que la sensación de impunidad sea creciente e irrefrenable.
La crisis de credibilidad en el Estado de derecho en Latinoamérica es muy grave, y el Caso Odebrecht no está haciendo sino profundizarla. Una referencia es el Índice Global de Impunidad que el año pasado dio a conocer la Universidad de las Américas de Puebla, en el que, de los 13 países con mayor grado de impunidad percibido, 9 son latinoamericanos. El Perú sale mal parado: es el segundo más impune de la región, detrás, muy cerca, de México, con 69,4 puntos, y quinto en el mundo. La distancia con el líder mundial, Filipinas, con 75,6 puntos, es muy breve, evidenciando que tanto allá como acá no solo no se hacen denuncias, por temor o por descreimiento, sino por el bajísimo número de sentencias efectivamente dadas en relación con los pocos casos denunciados.
El miércoles, la politóloga María Alejandra Campos revelaba en su columna en este Diario que por primera vez en lo que va del siglo –sin que haya cambio de gobierno– el Poder Judicial ha mejorado 16 puntos en su imagen, con lo hecho en los últimos dos meses. También la fiscalía ha mejorado en 11 puntos (de 23% a 34%) de octubre a noviembre, según Ipsos. Entre tanto, a Pérez lo aprueba el 59% de los ciudadanos peruanos, según la misma fuente.
Con todo ello, se puede decir que la percepción de la justicia se ha personalizado en el Perú, y en tanto hasta hoy el oficio de Pérez, Vela y los otros fiscales se ha dado en forma proba, seguramente seguirán siendo los populares memes que encarnen la esperanza del ciudadano común. En ese carisma radica su superpoder, pero también la debilidad de un sistema que no puede, ni debe, basarse en personas con nombre propio. La personalización del poder, o lo que los estadounidenses llaman el tránsito de ‘the rule of law’ hacia ‘the rule of man’, tiene un límite: la arbitrariedad. Por ello nos toca a los ciudadanos vigilar también a los vigilantes. Por el bien del sistema.